El miedo y la angustia llenaban mi corazón… no eran tiempos fáciles. Tenía que decidir entre dos caminos, someterme a un trasplante de médula con una alta tasa de mortalidad, o bien, no hacer nada y esperar que sucediera lo inevitable.
La decisión, como todas en la vida, no era de blanco o negro… era más bien la suma de muchas tonalidades y coloridos escenarios.
El trasplante podría curarme o extender mi vida. ¿Por cuánto? Era imposible saberlo.
Por otra parte, no hacerme el trasplante, implicaba dejar que el cáncer avanzara a su ritmo hasta acabar su obra. ¿6 meses? ¿Un año? Probablemente algo más… pero no tanto.
Por supuesto, siendo una persona creyente, el milagro divino siempre estaba en mi listado. Pero, ¿podemos agendarlo en un calendario?
Fue en esta encrucijada que tuve un sentir especial, como una voz que hacía eco en mi interior y que se verbalizaba en: “ve al trasplante… todo estará bien”.
En esos momentos una mezcla de paz y miedo me inundó… fue como si esa llama nocturna que acompañó a Israel por el desierto me estuviera diciendo: “es hora de avanzar…”.
Claro, el sentir era avanzar, pero yo quería esperar… no quería moverme… prefería estar detenido.
Pero esperar no siempre es decidir… esperar a veces es la inmovilización que provoca el miedo… es el bloqueo que produce lo desconocido… finalmente, el miedo es el terror de avanzar por donde no vemos camino, o peor aún, por donde no vemos dónde apoyar el pie.
Las probabilidades no habían cambiado… se mantenían iguales que antes. Pero ahora tenía paz en tomar ese camino, ese camino de fe, ese camino de confianza en aquel que caminaba conmigo. Esta convicción me hizo perder el miedo a los peligros del trayecto, porque sabía que no estaría solo, que no me abandonaría, que al final todo saldrá bien.
En ese momento vino a mi mente la vida de José en Egipto y de Daniel. Ambos arrancados de sus hogares hacia tierras lejanas y extranjeras, y pese a que sufrieron y nunca más volvieron a su tierra natal, siempre tuvieron la convicción de que Dios caminaba con ellos…
¿Tuvieron temor? ¿Se desalentaron? ¿Lloraron?
Me imagino que sí y mucho. Ya que entender los caminos de Dios no es fácil, tampoco es rápido, y muchas veces nosotros mismos estorbamos para ello. Al final, Dios logra revelarse a nosotros… y ver como él ve nuestra vida.
Los dolores, las encrucijadas y los quebrantos pueden llevarnos a la ruina total, pero Cristo se manifiesta frente a nosotros para salvarnos. Sin desviar el camino, impide nuestra destrucción. Sin cambiar necesariamente las circunstancias, ocupa místicamente nuestro lugar para que no prospere ningún daño permanente sobre nosotros.
¿Cambiarán con Cristo las situaciones?
Esa es nuestra esperanza. Queremos que el dolor se vaya y el miedo se disipe delante de su presencia. Pero, cuando miramos honestamente hacia nuestro interior, nos damos cuenta que ya no somos los mismos… que el dolor y el quebranto nos han transformado. Y que aquello que anhelamos fervientemente, en realidad no es más que un recuerdo nostálgico de un pasado distante que ya no existe. En ese momento comienza nuestra sanidad…
En algún momento José dejó de pensar en cómo volver a la casa de su padre Jacob. Y comenzó a mirar hacia adelante, aceptando su nueva condición.
Del mismo modo Daniel, en algún momento dejó de llorar su destruida ciudad, asumió su nueva condición y comenzó a caminar en ella.
Al igual que ellos, ya no podía anhelar más ese pasado de tranquilidad junto a mi familia en nuestro cálido hogar. Ahora estaba en nuevo presente, el cual ofrecía tratamientos dolorosos, hospitales y mucha incertidumbre. Pese a todo, sentía que Dios confirmaba este camino.
—Sí, Señor… que así sea—, fueron mis palabras.
Me sentí más santo y puro luego de pronunciar esas palabras…
Me sentí más cerca de Dios… más conectado a él.
No se trataba de si había pecado más o menos… sino de que sentía que estaba haciendo su voluntad.
Sentía el mover del mismo espíritu que estremeció hasta los huesos al poético Jeremías, quien viendo al pueblo de Judá camino al cautiverio babilónico, les bendijo diciendo: “Porque sé muy bien los planes que tengo para ustedes… planes de bien y no de mal, para que tengan un futuro y esperanza”.
Dios tenía el control… eso era lo único que me bastaba sentir para continuar y aferrarme a todas sus promesas…
Desde ese día, comprendí que Dios se revela por medio de nuestra fragilidad… en el océano de nuestras incertidumbres… en la precariedad de nuestras fuerzas…
Y que cuando el mundo se nos cae a pedazos y parece que todo acabará, Cristo se manifiesta caminando sobre las aguas, nos sonríe… y exhalando su poder nos susurra… “al que cree… todo le es posible…”
Hoy sigo siendo presa del temor… pero hoy temo menos que ayer… y ayer temía menos que hace un año… y hace un año temía menos que cuando nací…
Mañana habrá menos temor que hoy… y seguirá disminuyendo hasta que finalmente desaparezca.
A su vez, cada día Dios se manifestará más en mí, hasta que un día su presencia disipe todo el temor.
Ingeniero y Teólogo, superviviente de cáncer. Pensador del evangelio y peregrino hacia la trascendencia de Cristo.