Luego de muchos días en cama, recuerdo que me levantaron y sentaron para que mirara por la ventana… Santiago no es Viña, por lo que (sin ofender a ningún santiaguino), no había mucho que ver…
Me pusieron un vaso de agua y lo moví hacia la silla que había frente a mí, no podía tomar nada…
No había fuerzas, consumido por las quimioterapias, solo podía suspirar y tratar de mantenerme sentado.
¿Cuánto más, Señor?
Era una plegaria que estaba adherida a mis labios…
Solo pensar en cuántos meses restaban de tratamiento para controlar la enfermedad, y poder realizarme el trasplante me desmoralizaba por completo…
No había atajos, no había pasadizos secretos que me hicieran salir más adelante, evitando pantanos o valles oscuros. Era necesario caminar, mantener una misma dirección pese a lo que encontrara en el camino.
En ese tiempo aprendí de la manera más dolorosa que existe, que la perseverancia no se trata de velocidad o fuerzas, sino de mantener la vista en la misma dirección y hacia un norte noble.
Cuando miro para atrás son muchos los sentimientos que me invaden. Si bien, podría inundarme la culpa o la indignidad de estar vivo, y gente mucho mejor que yo ya no. Pero he decidido aceptar el milagro y vivir con la mayor dignidad posible, con la motivación de dar honra a quienes ya no están.
Nunca se trató de mi porfía o mi fortaleza, ya que ambas las perdí en el trayecto.
En el momento de mayor quebranto, sentí que me tomaron en brazos y me cargaron… El me tomó y me llevó hacia adelante.
Ese vaso de agua era un brindis, un guiño cómplice hacia quien pelea por mí, porque, aunque yo me sentía fatal, Él se llevó la peor parte para obtener la victoria.
No hay carga tan pesada o crisis tan profunda que Cristo no pueda llevar… sus palabras: “echa sobre mi tu carga que yo las llevaré”, no solo fueron una palabra profética a mi vida, sino también el salvavidas que me llevó al lugar seguro y de reposo…
Ingeniero y Teólogo, superviviente de cáncer. Pensador del evangelio y peregrino hacia la trascendencia de Cristo.