Muchos hablan tan poéticamente de ser barro y Dios el alfarero. Pero la verdad, aunque nadie quiera decirlo, es que ningún ser humano en su sano juicio quiere ser ese barro comprimido, torcido y moldeado. En cambio, todos deseamos a ese Dios amoroso, compasivo y empático.
¿Qué haremos entonces?
Lo más cristiano que podemos hacer es acompañar al que sufre, al quebrantado y al de espíritu entristecido. Jesús en Getsemaní, cuando estaba pronto a ser traicionado e iniciar su pasión, no reía ni contaba chistes, sino que gemía amargamente, buscando mediante una genuina plegaria si el rostro de su Padre mostraba un cambio en sus planes. Y si bien él se sometió a la voluntad de Dios, eso no significa que no experimentó el sufrimiento en su más amplio espectro.
Muchos cristianos apoyados en sus culpas y remordimientos encuentran en los sacrificios y sufrimientos una puerta de validación a sus inseguridades, y con cierto estoicismo sienten cierto orgullo por sufrir, pensando que ese era el sentir de Cristo.
El dolor no nos hace mejores, ni el sufrimiento nos santifica. Nuestra regeneración es un milagro exclusivo de Dios, por lo que nuestra única obligación moral ante tanta bendición es el agradecimiento.
En Cristo, no existe el dolor inútil, y cualquier crisis y sufrimiento que se vive no es causa de gozo, sino que, puesta la vista en un propósito superior, nuestra alma encuentra solaz, sabiendo que Dios en su providencia sabe lo que hace…
Ingeniero y Teólogo, superviviente de cáncer. Pensador del evangelio y peregrino hacia la trascendencia de Cristo.