Los jornaleros de la undécima envidia

El último año tuve dos experiencias con la envidia: por un lado tuve un ataque monstruoso de envidia que me hizo reconocer mis miserias, verme al espejo con vergüenza y pedir ayuda. Y por el otro lado, vi a dos amigos de años romper su amistad por envidia, vi cómo los celos y las amarguras de la envidia pueden desbaratar algo que parecía indestructible. Y de ahí sale esta lectura de la parábola de los jornaleros de la undécima hora. Mirarse al espejo y reconocerse como un envidioso no es bonito, pero a veces es necesario. Les comparto mi lectura de Mateo 20: 1 – 16 en clave de envidia.

En un pueblo hay una plaza donde se ubican los jornaleros, la gente que busca trabajo para el día. Entonces un patrón contrata unos jornaleros por la mañana y acuerda un salario con ellos para el día. Y el patrón vuelve varias veces en el día y cuando ve que aún hay personas esperando que alguien los contrate se los lleva a trabajar y más tarde vuelve y contrata otros y así todo el día, y hasta contrata unos cuando falta como una hora para que se acabe la jornada de trabajo…

 

Y a la hora del pago, los jornaleros que estaban desde por la mañana se imaginan que les van a pagar más que a los demás… y se enojan cuando ven que a los que trabajaron menos horas les van a pagar lo mismo que a ellos, les parece super injusto que les vayan a dar el mismo salario que a ellos que estuvieron todo el día… Pero ellos mismos estaban conformes con el salario en la mañana… cuando los contrataron… no fue sino hasta que vieron que otros que habían trabajado menos horas les iban a pagar lo mismo que les agarró la envidia…

Y la envidia es un veneno, una serpiente que nos muerde, un veneno que se esparce por el alma y nos mata poco a poco. La envidia es ese dolor por el bien del otro, es sentir que uno se revienta por lo que otro tiene, que el otro no se merece eso que tiene, sino que lo merezco yo… y en el fondo es sentirse miserable, porque uno no tiene lo que el otro tiene…

El patrón le dice a los jornaleros que le reclaman: ¿Si yo soy bueno, a ti te duelen los ojos? Y eso describe perfectamente la envidia, que a uno le duelan los ojos de ver el bien ajeno.

Y lo peor es que la envidia se disfraza, se disimula y es preferible no decir nada, para no quedar como un envidioso… ¿quién va a reconocer que se siente menos porque su amigo logró algo? ¿porque su familiar logró algo? ¿quién quiere decir en voz alta que se siente menos, que le parece que lo que pueden hacer los demás es mejor que lo que hace uno? ¡Nadie! Uno no quiere exponerse de esa manera… uno no va a decir que envidia el poder que tienen los políticos que odia… o que se está reventando porque otro logró comprar una casa antes que uno o estudiar algo chévere, o que hace cosas que a uno le gustaría hacer, o tiene respeto de personas que a uno no le hacen caso…

Y pues uno ahí tiene que ver qué hace…

Ocultarla y esperar que el veneno haga efecto, que llegue al corazón y envenene la relación con amargura, que le haga pensar que todo lo que el otro tiene es un robo que le ha hecho a uno, y lo deje imposibilitado para alegrarse del bien que le ocurre a otra persona… y lo peor, imposibilitado para disfrutar de lo que uno mismo hace…

O el otro camino es enfrentarla… decir: sí, me siento celoso del bien que le ocurre a los otros… ¡me da envidia! Y pensar si así es como quiere uno vivir… o si quiero agradecer el bien que le ocurre a los demás, porque eso no quiere decir que no me vaya a pasar nada bueno a mí, pues hay suficiente para todos.

Necesito ver en perspectiva: a lo mejor ni quiero lo que el otro tiene, no es que quiera esa casa o esa familia o ese triunfo del otro, solo es que me siento miserable porque los demás logran cosas y yo no sé ni qué voy a hacer con mi vida.

Los jornaleros podrían haberse preguntado: oiga, yo estaba feliz esta mañana porque tenía trabajo y allá en la plaza se quedaban varios sin tener un jornal, y yo: ¡gracias Dios mío, por este trabajo! Pero ya por la tarde me atraganté me amargué con la idea de que a otro le vayan a pagar lo mismo ¿por qué? Y también ¿por qué me molesta eso? ¿por qué? ¿por qué me siento amenazado por el triunfo de otros? ¿por qué? Ahí lo de menos era reclamarle al patrón: ay, es que si le va a regalar la plata a todo el mundo pues yo no me hubiera puesto a trabajar como un burro todo el día.

¡No! Ahí la pregunta era: ¿por qué no puedo alegrarme con el otro?, ¿por qué me parece que los demás no se merecen lo que tienen?, ¿por qué tengo que tratar de encontrar un error en el otro para sentirme mejor?, ¿por qué quiero sentirme superior al otro que triunfa?

Y eso hace que uno no vea el problema en el otro: en la injusticia de que ellos tienen algo que no se merecen, que no trabajaron, como uno. Sino ubicar el problema en uno, que no está conforme con uno mismo, en nuestras inseguridades profundas, en lo acomplejados que somos a veces. Y si yo no me aguanto ni a mí mismo, ¿cómo voy a ver bien a los demás?

La gracia de Dios está regada por todas partes ¿por qué no puedo agradecer la gracia en los otros? ¿Qué me importa lo que el otro tenga? ¿Que acaso no creemos lo suficiente en nosotros mismos como para saber que tenemos un lugar único en el mundo? Ninguna revolución, ningún cambio, ninguna transformación viene de la amargura por lo que tiene el otro… nada bueno sale de amargarse por el poder, el dinero, los recursos, los talentos de otras personas.

La única transformación posible es el amor… y la única cura para la envidia es el amor, por nosotros mismos y desde ahí el amor por los demás.

Milena Forero es Colombiana, estudió comunicación social comunitaria y también teología. Se dedica a la producción audiovisual, hace música y escribe. Es parte de la comunidad de la Primera Iglesia Presbiteriana de Bogotá.

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