Frente a mis ojos se divisaba el así llamado campo del Alfarero. Dirigí mi mirada al fondo del abismo delante de mí y vi un escalofriante cuadro. Con cautela, pero con presto paso descendí el peligroso precipicio sin saber que ya era demasiado tarde y el aliento de vida lo había abandonado. Muy cerca de su cuerpo hallé unos trozos de papel que curiosamente desarrugué, y desconociendo la identidad del desdichado, comencé a leer sus últimas palabras.
El dolor me consumía. El peso de la culpa aplastaba todo mi ser. Mi vida ha estado marcada por una desgracia tras otra y nunca sentí ser amado verdaderamente hasta que lo conocí. Siento que las lágrimas que hoy derramé acabaron secando la fuente de esperanza que él me había dado.
Cuando escuché de él por primera vez no era sino un nombre para mí. El hombre de los rumores, cuya fama se había difundido por toda Siria, y gran aglomeración de Decápolis, Jerusalén y Judea le seguía. Las palabras que llegaron de boca en boca hasta mí a través de una serie de eventos que desconozco, despertaron en mí tal curiosidad que, como si ese fuera mi destino, me dirigí a donde decían los rumores que iba a estar. Así fue como, sin pensar mucho en las consecuencias, sin hacerme de enseres ni mucha preparación, partí hacia Galilea. Al llegar no sabía por dónde empezar a buscar. Allí todos corrían como si el afán de la vida los persiguiera con muerte. Parecía que la región entera tuviera asuntos que atender al norte del mar. Con el mismo impulso inexplicable con el que empecé mi viaje, y sin mucho pensar, comencé a seguir a la multitud. Después de casi una hora de caminar llegué a una llanura donde había cientos de personas reunidas. Hombres, mujeres y niños. La multitud empinada hacía que fuera difícil darme cuenta a qué se debía tanto misterioso y paradójicamente pacífico alboroto. Con ahínco me escabullí entre la muchedumbre, pero cuando creía haber llegado a un punto donde pudiera percibir la razón de ser del fenómeno, me topaba con más gente amontonada. Un tanto frustrado y sin forma de volverme a abrir paso entre las personas, me senté, coloqué la cabeza entre las piernas y cerré los ojos. Fue en ese momento que pude escuchar.
Hablaba de gozo, de consuelo, perdón y libertad. Exaltaba la humildad y mansedumbre, la justicia y la misericordia. Condenaba la violencia, el adulterio y las mentiras. Alababa el servicio y el amor a los enemigos. Enseñaba a vivir cada día con su propio afán, a orar y a conocer a Dios. Sin duda alguna era el hombre de los rumores.
Nunca me atreví a dirigirme a él, pero desde ese día lo seguí con la multitud. Sus palabras me fascinaban y su mera presencia me cautivaba con magnética atracción. Cuando hablaba, el odio y el rencor hacia el mundo que me llenaban entraban en conflicto con la paz que su persona me producía. Por momentos pensaba que escucharlo hablar sería lo único que me bastaría por el resto de mis días. Pero cuando llegaba la noche y mi traumático pasado me traía recuerdos, soñaba con que él sería el rey que nuestro pueblo necesitaba.
El día en que llamó mi nombre en voz alta me tomó por sorpresa. ¿Cómo era que sabía de mí si nunca me le acerqué ni me atreví a hablarle? Me llamó junto con otros once y nos llamó sus amigos. Me sentí feliz, especial, amado. Sentí como si se me diera una segunda oportunidad para redimirme. Sin embargo, también sentí miedo. Una sensación de angustia a causa de ese viejo hombre dentro de mí. Un ladrón, un asesino como yo, con un pasado tan oscuro y con tal amargura en su corazón no podría estar a la altura del que ahora sería mi maestro. No obstante, con el mismo impulso inexplicable que inicié mi viaje a Galilea hacía ya tiempo, decidí quedarme.
Tres años pasaron. Sus palabras, sus enseñanzas, su poder y milagros me convencieron cada día más de que no podía quedarme de brazos cruzados. Me preguntaba a mí mismo cada noche si sería capaz de permanecer en silencio ante el sufrimiento de nuestro pueblo y cerrar mis ojos frente a la dictadura romana. En algunas ocasiones intenté en vano convencerlo de que él era el rey que habíamos esperado, no sólo yo, sino toda la nación. Pero el maestro siempre rechazó con absurda serenidad tal idea. Busca primero el reino de Dios y su justicia, me decía, y hablábamos por largas horas sobre lo que yo sentía, el sufrimiento de nuestro pueblo, nuestros enemigos y cómo debíamos perdonarlos. Yo le importaba, y por esa razón lo amé. Nunca nadie se preocupó tanto por mí, por mis tentaciones y mi tendencia a hacer el mal a otros. Los once me condenaban por robar de las ofrendas, delito que mi silencio y mirada deprimida revelaban. Él fue el primero que quiso hablar conmigo sobre eso, en vez de acusarme. Viví marginado y odiado, perseguido y discriminado hasta el día en que él vio algo en mí que nadie más, ni siquiera yo, había sido capaz de ver.
Lo amé. Pero para mi desgracia, lo amé con codicia. Lo amé, pero también amé lo que a través de él podría tener. Días antes a la última vez que cenamos juntos, me topé con uno de los principales de los sacerdotes. Me abordó con reacia arrogancia preguntándome si me interesaba negociar con él. Intenté ignorarlo, pero empezó a murmurar sarcásticamente palabras que alertaron mis oídos. Conocía mis delitos. Conocía mi pasado. Lo escuché sin responder y puso en mi mano una bolsa con monedas de plata. A cambio de su silencio por mis felonías quería que le entregara a mi Señor al Sanedrín. Tuve miedo, me sentí impotente y lleno de ira. Fue entonces cuando pensé usar su propia amenaza en contra suya. Les daría lo que querían. Les entregaría al maestro, pues estaba seguro de que cuando lo hiciera, el Rabí tenía el poder para darles su merecido. Así, no sólo ellos, sino todo el pueblo, lo aclamarían, verían en él lo que yo veía: mi Señor y mi rey.
Días después, lleno de traviesas intenciones, me encontraba dirigiendo a una muchedumbre con espadas y palos hasta Getsemaní, donde el maestro había pasado la noche orando después de la que sería nuestra última cena juntos. Entre más grande y violenta la horda, más se revelará el poder de mi Señor, pensaba para mis adentros. Se suponía que sería una noche gloriosa. Me acerqué a él y lo besé. “Amigo, ¿a qué vienes?”, fue lo último que le escuché decirme. Hubo gritos, sangre y calumnias. Todo, excepto una revelación majestuosa. El maestro se dejó llevar. Manso caminaba apresado con cadenas como cordero al matadero. Mi corazón se aceleró y se apoderó de mí un temor sobrehumano. Él debe tener un plan. Esto no puede terminar así, eran mis intranquilos pensamientos. Corrí en medio de la noche y la densa vegetación hasta llegar a la ciudad. Busqué desesperadamente el concilio donde debían estar los escribas y ancianos. Toqué la puerta como si mi vida dependiera de ello, hablé con el sacerdote que apareció detrás de una escotilla. Sin saber si me entendía, pues mi llanto quebraba mi voz sobremanera, arrojé lleno de ira contra la puerta las treinta piezas de plata que ellos mismos me habían dado. ¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!, fue la sarcástica respuesta que pronunció en medio de una aterradora carcajada.
Volví a correr, esta vez sin saber siquiera a dónde me dirigía. Corrí hasta que no supe dónde me encontraba y lloré amargamente hasta quedarme dormido.
Amaneció. Es día de preparación. Se acerca la hora sexta. La noche anterior he cometido el peor crimen de mi vida. Mi pasado como criminal no se compara a mi traición. Pienso en qué habría pasado con él y cómo sería capaz de continuar mi vida cargando con el peso de la culpa de haber traicionado al salvador. Soy el asesino de la persona que le dio sentido a mi vida. Mi maldita codicia es mi verdugo y, paradójicamente, mi deseo de poseer me arrebató al único que en verdad me amó. Hoy amanecí sin ganas de vivir, pensando en que lo más honorable que puedo hacer es aceptar mi culpa, y mi castigo debe ser la muerte, que mi destino es pasar a la historia como el traidor, y mi nombre jamás será digno de bautizar más prole. Frente a mis ojos se divisa el así llamado campo del Alfarero. Dirijo mi mirada al fondo del abismo delante de mí y veo un escalofriante cuadro: Un hombre llegado a tal punto de desesperación en su vida que prefirió ser su propio verdugo a vivir el resto de sus días con el peso de ser aquel por cuyas manos murió Jesús de Nazaret.
Basado en Mateo 5, 26, 27 y Hechos de los Apóstoles 1
Cristian López Zuleta, conocido en redes sociales como Cristian Elezeta, es licenciado en lingüística y pedagogía, escritor apasionado, y músico de pasatiempo. Creador de contenido teológico en redes sociales.
Cris, qué buen relato. Tuviste el poder de llevarme a la Jerusalén del siglo I y caminar al lado de Judas Iscariote. Me viene a la mente cierto relato de Borges también sobre este discípulo.
Hola, Cristian, excelente relato. Yo también escribo ficción cristiana (es mejor así, que decir ficción bíblica), y me interesa preguntarte o comentarte algo. joelpenuela@gmail.com