close-up photo of assorted coins

El Señor del Fuego

*Detalles y eventos son producto de la imaginación del autor.

Asaf era conocido en la Tierra del Fuego por la gran fortuna que había acumulado durante sus años como comerciante. No solo era un hombre sobremanera rico, sino que se había ganado el respeto de los ciudadanos de las aldeas por sus desinteresadas obras a la comunidad, su hospitalidad y espíritu de servicio. Muchos aldeanos necesitados habían sido contratados por él para trabajar en sus campos o desempeñar labores en sus diferentes propiedades. Aquellos menos afortunados ciudadanos de la Tierra del Fuego no solo encontraban empleo en sus terrenos, sino también refugio y comida.

Aarad tenía catorce años cuando su camino se cruzó por primera vez con el del Señor del Fuego. Un ostentoso carruaje tirado por dos finos sementales que galopaban lentamente adornaba el camino cuasi desértico por el que el joven andaba mientras admiraba las prendas que había robado hacía unas horas de un comerciante que descendía de Jerusalén a Jericó, a quien violentamente había asaltado en compañía de sus secuaces entre quienes se repartieron el botín antes de separarse para evitar ser seguidos. Ropas finas, dinero, comida y un burro fueron de aquello que despojaron al viajero cuya condición desconocían después de haberlo abandonado a su suerte en la carretera tras la golpiza que le propiciaron. Lamentando no haber exigido una porción más grande del botín, y viendo que aún tenía en su poder la misma espada con la que él y sus compinches amenazaron al comerciante, decidió seguir el carruaje de Asaf con el fin de saber si podía sacarse una ganancia más a costa del rico desgraciado que andaba en él.

Parecía que los caballos galopaban sin afán, pero habría sido una acción estúpida tratar de acorralar un carruaje tirado por dos sementales, cuya velocidad su jinete podría aumentar si llegara a verse amenazado. Aarad decidió mantenerse al margen y seguirlo a escondidas. Cuando hubo el carruaje llegado a su destino, desenvainó el joven su espada, cubrió su cara con una de las prendas que había robado en la mañana y con paso acelerado acercose hasta donde el hombre del carruaje estaba descendiendo.

Llámese estupidez, falta de planeación o simple mala suerte, no contaba Aarad con que el hombre a quien estaba acechando era el mismísimo Señor del Fuego, cuya escolta de tres lo acompañaba en el viaje del que volvía. Los fornidos guardianes de Asaf sometieron en breve al asaltante, a quien desenmascararon y se disponían a decapitar. Invadido por el pánico que lo asaltó en cuestión de segundos, cuando sin darse cuenta, pasó de acechador a sometido, perdió la capacidad de hablar, su frecuencia cardiaca escaló a ciento cuarenta por minuto y sentía un vacío en su abdomen que le producía nauseas cuando la fría punta de la espada de un guardia tanteó su cuello. Entonces, su amo interrumpió impidiendo que prosiguiera.

—Es solo un niño —dijo él—. ¿Cómo te llamas? —preguntó Asaf unos cuantos segundos después al joven criminal, quien seguía tendido en el suelo retenido por los tres guardias.

El pánico no le permitía a Aarad responder. Si acaso lograba procesar las palabras que escuchaba.

—Suéltenlo —ordenó Asaf.

— Pero, mi Señor… —contrarió uno de sus guardias.

— Está bien. Ya no está armado. Además, no tiene a dónde ir—, respondió su amo.

Los guardias soltaron al joven, quien, ahora llorando, seguía tirado en el suelo. Ellos intercambiaron miradas burlonas que se detuvieron cuando su amo ordenó que alguien le diera agua al muchacho. Cuando hubieron pasado unos minutos y la conmoción había disminuido, Asaf se acercó al desdichado criminal en cuya mente solo se reproducía la escena de cómo casi mató a golpes al comerciante de Jerusalén.

—Me llamo Asaf. ¿Cómo te llamas?—, preguntó acercándose al joven y sentándose a su lado. En el fondo se escuchaban los murmullos de los guardias. Aarad seguía tendido en el suelo sin responder. —Eres joven, tienes ambiciones y valor, y parece que estás dispuesto a esforzarte por alcanzarlas. Sin embargo, tienes un enfoque que no te está ayudando.

El Señor del Fuego inició un monólogo que se extendió por unos minutos en el que disertó sobre la riqueza, la pobreza, la avaricia y la misericordia.

—Si necesitas un lugar donde pasar la noche, puedes quedarte en mi casa. ¿O prefieres estar afuera con mis guardias?

Asaf se levantó, tomó una bolsa del interior del carruaje, y se acercó a la entrada de su casa.

—Me llamo Aarad—, musitó el joven.


Aarad había estado trabajando en la casa de Asaf los últimos cinco años. Durante los primeros días creyó que sería tratado como esclavo por intentar robar y asesinar al Señor del Fuego, pero al transcurrir la primera semana, y antes de que llegara el día de reposo, se sorprendió cuando un guardia se le acercó a entregarle una bolsita con doce denarios aparentemente como paga por su trabajo. Caracterizándose por su esfuerzo y visión, y habiendo pasado el tiempo, Aarad no dejaba de sentir gratitud por aquel que, ni siquiera siendo su deber, y teniendo el derecho de haberlo matado o esclavizado, había optado por perdonarlo, darle refugio, y empleo.

El Señor del Fuego había anunciado hacía unos días que emprendería un largo viaje y, por lo tanto, todos sus campos, propiedades y bienes, los dejaría a cargo de tres de sus trabajadores a quienes él personalmente había escogido. A Aarad, ahora de diecinueve años, encomendó cinco talentos, que era el dinero con el que Asaf hacía sus negocios personales. El joven intentó decirle a su amo que él no solo no merecía administrar su dinero, sino que no se sentía capaz de manejar tal nivel de responsabilidad.

—Si te lo doy, es porque sé que puedes con eso—, respondió el Señor del Fuego. Y zarpó con sus guardias en su barco.

De las propias manos de Asaf, cuya fortuna solo era superada por la del legendario Salomón, aquel muchacho que había sido objeto de su misericordia recibió cinco talentos. Los ojos de Aarad se abrieron de par en par debido al asombro que no podía evitar demostrar. Jamás en su vida había visto tanto dinero junto. En sus manos tenía el equivalente a treinta mil denarios, dinero que un jornalero si acaso alcanzaría a acumular durante ochenta años de trabajo.

Sus ojos se llenaron de lágrimas que en vano intentaba contener mientras recordaba aquella tarde de hacía cinco años en la que, habiendo dejado medio muerto a un comerciante de camino a Jericó, se hizo presto a asaltar el carruaje del que ahora era su amo. El pánico que sintió la noche en que fue sometido por intentar robar a Asaf hacía parte de esos recuerdos y así mismo se sentía ahora al poseer el salario de ochenta años de trabajo en sus manos y saber que su amo tenía altas expectativas de él al volver. Se echó la bolsa con las pesadas monedas de tan gran valor a su hombro y corrió al campo cerca al río que era donde él normalmente trabajaba, agarró su pala y al lado del árbol grande cavó un agujero en la tierra, lanzó la bolsa con los cinco talentos adentro y lo cubrió de nuevo pensando que si llegara a perder ese dinero en algún mal negocio que hiciera sería considerado el siervo más idiota de la Tierra del Fuego. Sin embargo, si lo escondía, al menos no lo arriesgaría. Así, cuando Asaf regresara, simplemente desenterraría el dinero y se lo devolvería completo. Habiéndose convencido en pensamientos consigo mismo, fue esa la conclusión a la que llegó.

Los días y semanas siguientes a este evento transcurrieron sin novedad alguna. El joven Aarad se despertaba diligentemente cada día a trabajar como era habitual, visitaba el campo del río y volvía a casa al ponerse el sol. Su tranquilidad se fundamentaba en que los treinta mil denarios estaban seguros bajo tierra.

Habían pasado dos meses desde que Asaf dejó su casa. De la vida de Aarad no había mucho nuevo que contar hasta que un primer día de la semana como cualquier otro, un hombre extranjero con su esposa encinta sobre un burro interrumpieron sus labores a lo lejos.

—Disculpe, ¿podría decirnos cómo llegamos al valle del otro lado del río?—, gritó el viajero a unas decenas de metros de distancia.

Aarad reconoció el acento característico y los rasgos marcados de alguien que no era de esos lados.

—Es por allá—, respondió el joven señalando hacia el norte. —Y son diez días a pie.

—¿Diez días?—, preguntó el caminante. —Pero, puedo ver el valle desde aquí.

—Es cierto—, dijo Aarad en medio de una risa. —Pero el río es demasiado largo. Debe rodearlo.

El hombre suspiró y se despidió agradeciendo.

—Nadie vive del otro lado del río, ¿sabe?—, dijo Aarad antes de que el hombre se fuera.

—Lo sé. Pero en nuestro pueblo dicen que en ese valle hay buen clima para los cultivos. Y ahora todos hablan sobre mudarse para allá. No quiero quedarme de último y perder los mejores lugares para construir mi casa.

—¿Todos?—, preguntó Aarad intrigado. —¿Quiénes?

—Unas quinientas familias. Todos vendrán por este camino.

Mientras el viajero desaparecía en el horizonte, Aarad empuñó su pala, cruzó el campo caminando hasta el árbol grande y empezó a cavar. Ahí estaba la bolsa que dos meses atrás había enterrado. Se agachó, la tomó, la abrió y contó el dinero. Estaba intacto. Cubrió el agujero y se fue corriendo al puerto.


Tras seis meses de ausencia, el Señor del Fuego regresó a su casa. En aquel largo viaje, Asaf había pasado el tiempo cobrando las utilidades de sus negocios en tierras lejanas. Después de descansar el primer día luego de la travesía, llamó a sus tres trabajadores para que rindieran cuentas. El primero fue Aarad.

—Aarad, tú eras quien más responsabilidad tenía. Te di el dinero de mis negocios personales—, dijo Asaf al comenzar la rendición de cuentas.

—Mi Señor—, dijo Aarad. —Tuve miedo al recibir tal cantidad de dinero en mis manos, y soy joven e inexperto como para saber qué hacer con ello, así que escondí su dinero en el campo del río para esperar a que volviera, dárselo y evitar perderlo por mi falta de conocimiento.

—¿Quieres decir que no hiciste nada con mi dinero en estos seis meses? ¿Ni siquiera lo depositaste en el banco, y al venir yo hubiera recibido lo que es mío y con los intereses?

—No, Señor. Aún no he terminado. Recordé que usted me dijo que, si me confiaba esa responsabilidad, era porque usted sabía que yo podría manejarla. Así que después de dos meses de vivir acobardado, temiendo perder, conocí a un viejo caminante que necesitaba llegar al valle del otro lado del río. Él me dijo que otras quinientas familias debían hacer la misma ruta puesto que habían escuchado el rumor de la buena tierra en esa zona. Ese día desenterré su dinero y fui al puerto. Tomé seis mil denarios y compré un barco pequeño el cual utilicé durante estos cuatro meses para transportar familias hasta el valle más rápidamente. De cada familia yo recibía alrededor de cien denarios por ayudarlos a cruzar, ruta que si hubieran hecho a pie les habría tomado diez días.

—Muy ingenioso, Aarad—, respondió el Señor del Fuego. —No me esperaba menos de ti.

—Mi Señor, usted me dio cinco talentos. He aquí, yo le devuelvo lo suyo, además de otros cinco talentos que obtuve con su dinero.

—Bien hecho, buen siervo y fiel. Sobre poco has sido fiel, y yo sobre mucho te pondré.

Basado en Mateo 25:14-30.

Cristian López Zuleta, conocido en redes sociales como Cristian Elezeta, es licenciado en lingüística y pedagogía, escritor apasionado, y músico de pasatiempo. Creador de contenido teológico en redes sociales.

2 thoughts on “El Señor del Fuego

  1. Uy, ¡qué bueno!
    Hace dos años estoy escribiendo bajo la misma idea, ¡Qué bueno encontrarte! te te propongo ponernos en contacto y te envío un relato sobre mi encuentro con el apóstol Pablo cuando estaba preso en Roma en el año 61 d.C. que obtuvo un segundo lugar en un concurso a nivel latinoamericano, pero te digo, Cristian que eres muy bueno en esto y de seguro que será una bendición conocerte. joelpenuela@gmail.com Ws (57) 300 609 66 08

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