Ese fue, sin duda, uno de los momentos más esperados de mi vida: ¡Llegar a Roma a finales del año 61 d.C.! Al pisar suelo, lo primero que hice fue ponerme en contacto con la EEI (Estación Espacial Internacional) para dar el parte de normalidad de la primera fase de la misión. Alcancé a escuchar en mi audífono el suspiro del director del proyecto Cronos, quien desde ese momento monitorearía mis movimientos en todo el recorrido que haría por la ciudad. Tomaría fotos, recogería información entrevistando a varios ciudadanos, vería de cerca el Pretorio, y, como condición al ofrecerme para hacer tan arriesgado experimento, había pedido treinta minutos para visitar a Saulo de Tarso, preso allí aquel año.
Roma es una ciudad ruidosa, llena de calles empedradas, por donde carretas haladas por caballos transportaban cientos de productos provenientes de todo el mundo, y soldados por todos lados. Al llegar al mercado, un penetrante olor me golpeó por sorpresa: sentí náuseas ante la pestilencia del licor mal procesado, las hortalizas en descomposición, el olor de la sangre de los animales sacrificados a pleno sol. En realidad, allí olía a todo, pero todo desagradable. Al salir de este nauseabundo lugar respiré mucho mejor, era apenas comprensible: me encaminaba hacia el centro de la ciudad. Unos pasos nada más, y me encontré con un edificio parecido a un centro cultural de mi época, donde, si dispusiera de tiempo, habría escuchado a algún orador contemporáneo.
Yo había sido escogido para esta misión gracias a mi conocimiento en las llamadas lenguas muertas: griego koiné, latín, elamita, hitita, acadio, egipcio, chino clásico, el sánscrito antiguo, además de varias lenguas indoamericanas. Por primera vez agradecí esa rara fijación de mi padre por la arqueología y las lenguas muertas, puesto que, por ello, desde niño me había obligado a estudiar lingüística. Al caminar por las empedradas calles romanas, no pude evitar sonreír al recordar que hasta hacía muy poco, lamentaba haber gastado la vida conversando con civilizaciones muertas, no obstante, en aquel momento, por primera vez estas lenguas difuntas me alegraban la vida.
—¿Dónde está el coliseo? —pregunté al primer transeúnte que me topé en el camino.
Era fin de semana y se tributaba culto al dios Saturno. Decidí entrar. Apenas dentro, el ruido fue ensordecedor. Me espantó el rugido de los hambrientos leones, el estridente chillido de las espadas, el zumbido de las mallas metálicas, el chasquido de las estacas, el grito desesperado de los esclavos y los alaridos de guerra de los gladiadores profesionales. En contraste con todo esto, una lluvia de narcisos, adelfas, violetas, lirios, gladiolos, iris y amapolas que acompañaban a otras menos civilizadas: hiedras, acantos, mirtos y bojes, caía desde las tribunas, sedientas de sangre.
No resistí mucho. Después de tomar las fotos para el proyecto, necesitaba un lugar para evacuar. El olor a sudor mezclado con sangre, junto con el frenesí de las masas, fue demasiado para mí: procedo de una época que rinde un culto distinto, a un tipo también distinto de hipocresía social.
Cuando salí a la calle, me dirigí a la periferia de la ciudad, después de preguntar a un transeúnte. En el camino encontré una gran comitiva que llegaba a Roma en ese momento. En contraste con el ruido del coliseo, la acompañada una delicada música de arpas, trompetas y liras. Detrás venía el ruido del tamb, tamb, tamb, de la percusión africana. Una embajada, acompañada de muchos regalos, venía a presentarse ante el emperador Nerón.
Hice una visita al Pretorio, hablé con algunos soldados, grabé su voz. Como era el cometido, visité a un senador Romano con el que debía conversar para recabar algunos datos para el proyecto.
Terminada la parte oficial de mi viaje, llegaba el momento más anhelado y que me tenía la tensión arterial a punto de reventar. Después de preguntar, llegué al barrio de los pescadores. Era un distrito sin pedigrí. Pregunté por la casa de los presos, pero nadie sabía cómo ayudarme. Fue una pequeña niña campesina quien me mostró una casa solitaria. Al compararla con las otras, no destacaba en nada: todas eran viviendas indigentes. La casa a la cual me dirigí, no obstante, tenía un soldado vigilando la puerta. Me acerqué, un tanto temeroso porque tenía una espada en su mano, sin embargo, mi temor se disipó al ver su sonrisa de bienvenida. Le dije que deseaba ver a Pablo, el de Tarso. Sin dudarlo tocó la puerta y dijo un santo y seña que nadie le obligaba a repetir.
—Hermano Pablo, tiene otra visita.
Empujé la puerta, entré dos pasos. Me encontré con una pequeña habitación de dos por dos metros cuadrados, lúgubre, indecente: pobre sin duda. A pesar de la poca luz, logré ver una vieja mesa de madera, que por el hecho de estar apoyada en la pared no se había caído. La emparejaba una silla de madera anclada al suelo húmedo. Rayos del sol caían límpidos por los orificios del techo, eran muchos en realidad. Afortunadamente no llovía por aquellos días.
Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, alcancé a ver varios pergaminos colocados en el mejor sitio de la casa, protegidos por un manto de color púrpura, lo que ponía de relieve que eran un tesoro para su propietario. Encima de la mesa había unos recipientes cilíndricos, de cuero, cuidadosamente amarrados: eran los nuevos contenedores llenos de tinta recién traídos de Filipos.
Unos pocos segundos después, se abrió una cortina por donde vi salir a un hombre demasiado viejo para tener sesenta años. Traía una pequeña lámpara de aceite en su mano izquierda; unos pinceles nuevos en la otra.
Me llamaron la atención los pinceles: eran unos instrumentos de madera, cilíndricos, delgados que tenían una afilada punta de hueso. No tenía ni idea cómo se podía escribir con ellos. Pronto, lo sabría.
El viejo cazcorvo, calvo, más bien bajo de estatura, disipaba el maltrato de los años cuando sonreía. Su caminar enérgico también contrastaba con su rostro agobiado por la edad. Me saludó con un abrazo poco usual para un romano, sin embargo, recurrente en un benjamita. Acercó la lumbre a mi cara. Sonrió de nuevo. Movió la cabeza como afirmando en silencio. Por sus ojos expelía una paz inquebrantable. Un ataque de tos que lo puso a punto del desmayo. Me inquietó un poco; le pregunté cómo se sentía.
—He estado muy enfermo —explicó cansado. Hizo una pausa, y añadió—. No pareces de este tiempo.
Me analizó como si hubiera ido a practicarme una cirugía ocular.
—Un día llegaré a España —dijo enigmático—, y también predicaré a los bárbaros de ese lugar.
La forma como me miró y habló, me hizo pensar que me había descubierto. Sin más, se dirigió hacia su mesa de trabajo.
—Me disculpas un momento —dijo—. Debo terminar la epístola. Epafrodito no tarda en venir por ella. —Una sonrisa a medio camino, ocultó su amable vergüenza—. Unos segundos y lo atiendo —añadió.
Dejando de lado mi pudor, me puse detrás para ver lo que escribiría. El pergamino estaba a medio terminar. Tomó uno de sus pinceles nuevos y escribió: PANTA ISQUIO EN CRISTO TO ME ENDINAMOUNTI.
No pude evitar un vendaval de orgullo interno al ver que mi griego koiné acababa de pasar la prueba: había entendido perfectamente el significado, sin embargo, miré de nuevo donde escribía y sentí un extraño vacío.
Inevitablemente, y sin proponérmelo, di de nuevo una mirada circular al escenario. Me sentí confundido: no alcanzaba a comprender cómo era que el apóstol podía escribir esas palabras en una situación tan precaria como la que estaba viviendo.
—Por fin terminé —dijo feliz.
Me quedé mirándolo inquisitivo, me detuve en su manto: era una de las pocas cosas decentes en la habitación. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, tocó su vestido y respondió sin que yo dijera una palabra:
—Epafrodito me lo ha traído. Es una ofrenda de los filipenses.
Yo conocía la historia porque la había leído en el Nuevo Testamento. Debí verme visiblemente atónito, porque Pablo puso su mano en mi hombro, y preguntó:
—¿Te pasa algo, mensajero?
—¿Sabe usted, amado hermano —le pregunté— lo que muchos dicen cuando repiten lo que usted acaba de escribir?
Mi imprudente pregunta rompía el protocolo: no podía dar ninguna pista a nadie acerca de mi viaje en el tiempo. Pablo sonrió, lo que tomé como un acto de complicidad.
—¿Qué? —dijo Pablo, como si se burlara de mi—. ¿La palabra “amén”?
—No —dije enseguida—. La expresión PANTA ISQUIO EN CRISTO TO ME ENDINAMOUNTI. La mayoría de mis contemporáneos toman este texto para afirmar que a los hijos de Dios no les puede faltar nada material, lo bueno les debe sobrar… deben vivir disfrutando como hijos de rey de reyes y con la idea de que se es cabeza y no cola… Algunos dicen, incluso, que ser pobre o enfermarse es signo de no tener fe, o, de una pésima relación con Jesucristo.
—No entiendo nada —dijo Pablo irradiando luz en la pocilga—. Pensé haberlo dejado bien claro unas líneas antes.
Acercó su dedo al pergamino. Me mostró las líneas previas a la frase. Con algo de solvencia traduje del koiné y al español, y dije a viva voz: “sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad”. Pablo levantó la cabeza. Escogía bien sus palabras.
—Me siento honrado de tener por cárcel esta casa —dijo, con toda firmeza.
No pude evitar darle de nuevo otra mirada a la mísera habitación. Sin duda todo allí era pobrísimo, pero Pablo me sacó de mis pesquisas.
»—El soldado de la puerta es ahora mi hermano —dijo con la voz un tanto quebrada—, como muchos otros de la guardia pretoriana también lo son —continuó, recuperando casi por completo el control de su discurso.
»—Como puedes ver esto aquí… no hay muchas cosas materiales de las cuales yo pudiera presumir, sin embargo, es aquí donde, precisamente, mi Señor me da la forma que desea que tenga…
»—¡Y ni qué decir de mi encuentro con Onésimo! ¡Cuánto me ha enseñado ese esclavo! Si el Señor no me hubiera puesto en esta cárcel, no había podido conocerlo, ni a él ni al resto de los que hoy son mis hermanos.
Pablo hizo una pausa, obligada, porque la voz se le quebró por completo. Después de unos segundos prosiguió. Yo estaba siendo molido por el inusual encuentro y sentía que debía leer de nuevo lo leído.
»—He aprendido a vivir en la pobreza, lo mismo que, en otro tiempo, disfruté de la riqueza… así he aprendido el valor del contentamiento.
»—Ahora puedo vivir agradecido cualquiera que sea mi situación. Puedo vivir en la pobreza, de la misma manera, como puedo vivir en la riqueza. Lo importante no es cómo se viva, sino para quién, pero, sobre todo: para qué.
Los pocos minutos de conversación con el apóstol Pablo cambiaron mi perspectiva de la vida. Pensé que mi dispositivo electrónico con el cual la EEI controlaba mis movimientos, se había averiado, porque mi tiempo se volvió agua entre las manos. Salí de aquel palacio de prisa: debía estar puntual en la cabina de mi transbordador para regresar al futuro.
No he podido sacarme de la cabeza la paupérrima situación del apóstol, pero, sobre todo, nunca podré sacar de mi corazón lo que significa: panta isquio en cristo to me endinamounti: “TODO LO PUEDO EN CRISTO QUE ME FORTALECE”.
Joel Peñuela Quintero es colombiano, casado y padre de cuatro hijos, ha sido pastor, maestro de la biblia y consejero por veinte años.