silver round coins on brown wooden table

Lagartos

*Detalles y eventos son producto de la especulación del autor.

Recuerdo cuando Padre me llevaba cada Sabbath a la sinagoga. No alcanzaba a ser la primera hora cuando despertábamos con el cantar del gallo. Madre, junto con mis hermanas, preparaban el desayuno para Padre y para mí. Entre mis hermanos yo era el más joven, y el único que quedaba en casa, pues ellos se habían ido después de sus bodas. Nací cuando Padre ya era avanzado en años. Sin embargo, la edad no le había robado su vigor y fuerza. Todos en casa me llamaban Leví, excepto Padre, quien siempre me llamó como el abuelo. Me gustaba ese nombre. No sé si era porque pocos en la región lo tenían, o porque era Padre quien así me llamaba y eso me hacía sentir especial. Siempre me presenté ante otros así, como Mateo.

El Sabbath era un día en verdad especial. Padre estaba en casa de puesta de sol a puesta de sol. En la mañana él me llevaba a la sinagoga cargado en sus hombros mientras cantaba salmos o me contaba una y otra vez la historia del patriarca José. Recuerdo aún la sensación de poder que me provocaba ver el mundo desde la altura de los hombros de Padre, como si nadie pudiera tocarme, como si nada pudiera pasarme. Reposaba mis manos sobre el manto de su cabeza y a veces me entretenía jugando con su larga barba blanca.

Murió cuando yo tenía seis años. Un día de preparación simplemente no volvió a casa después de la puesta del sol. Fue un Sabbath inusual. Sentía como si El Creador me lo había robado en un día de reposo. Pero era muy joven como para razonar sobre la vida y la muerte. Con el tiempo Madre empezó a enfermar y tuve que cuidar de ella mientras también aprendía a trabajar en la bahía con los pescadores. Pasé parte de mis años de infancia pescando y vendiendo a los mercaderes. El dinero escaseaba en casa, y alguien tenía que encontrarlo para llevar comida a Madre y mis hermanas, y ya no era Padre quien lo hacía. Los comerciantes y mercaderes de la plaza central siempre compraban pescado en abundancia para sus negocios, pero con mi enclenque cuerpo de niño me era difícil recorrer los tres kilómetros con toda la pesca al hombro hasta la zona comercial. Cuando conseguía venderles algo, eran apenas las pocas cantidades que lograba transportar con mi mayor esfuerzo. No era suficiente. Necesitaba más.

–Oye, niño, parece que hoy tuviste un buen día–, exclamó uno de los lagartos sentado en la bahía.

Los pescadores me enseñaban a no hablar con los lagartos. Era gente de nuestro pueblo, judíos que servían al imperio. Debíamos despreciarlos, ignorar su existencia por obligarnos a pagarles para llevar nuestro dinero a los opresores y nosotros poder trabajar en la bahía.

–Oye, niño–, gritó de nuevo el lagarto. Bajé mi mirada y fingí no haber escuchado. –Esta noche daré un banquete y necesito pescado fresco.

Cuando dijo aquello, aunque no era mi intención prestarle atención, como por reflejo lo miré. Al instante me arrepentí de haberlo hecho. Pero ya no había marcha atrás. El hombre agitaba una voluptuosa bolsa llena de monedas como si sintiera que la venta ya estaba hecha.

–¡Cuánto dinero!– Pensé sorprendido.


Era el día de pago y había ido por mi salario. De camino a casa pasé por el antiguo templo que visitaba con Padre cada Sabbath cuando era niño. No pude evitar recordar su manto sobre la cabeza, su larga barba blanca, su grave voz mientras cantaba salmos, y al heroico José de sus crónicas. Todo lo opuesto a mí. Un despreciable lagarto. Un traidor de Israel. Una sabandija del imperio. Un judío solitario que no podía siquiera vivir consigo mismo. Deseé por primera vez después de tantos años poder abrazar a Padre, entrar al templo y recordar lo que se sentía estar sentado al lado del Sabio Alfeo, como lo llamaba el sacerdote. Pero ¿qué pensaría de mí al enterarse de que sudescendenciaera ahora un lagarto? Hacía años había dejado de llamarme a mí mismo Mateo. Todos me llamaban Leví, yo así me presentaba y así me parecía bien. Tal vez quería evitar escuchar cómo Padre me decía, pues me hacía recordar mi traición. No me atreví a pisar el santo suelo del templo. Con la mirada puesta en la tierra y conteniendo un llanto que no podía explicar, llevé la mano en la que cargaba mi salario a mi pecho culpándome por mis impunes crímenes.

–Dios, ten piedad de mí, que soy pecador.

Sin valor para decir más, seguí caminando a casa, seguí trabajando, seguí sentándome a la mesa para cobrar a los pescadores por el uso de la bahía, seguí en la soledad que había comprado con mi salario de publicano.


La primera vez que lo vi estaba yo en el banco de los tributos. No había terminado de procesar todo aquello de lo que había sido testigo. El viejo Mesec, a quien sus hermanos colocaban a la orilla de la calle para recolectar limosnas – pues pretendían causar lástima con su paraplejia – estaba puesto en pie, cosa que no veía yo hacía décadas, cuando el entonces vigoroso hombre recorría los caminos de la región ebrio y buscando riñas.

–Tus pecados te son perdonados–, le dijo a Mesec aquel hombre a quien todos llamaban El Nazareno; lo tocó y él se levantó.

Recién había llegado yo al banco de los tributos y no me tomó mucho oír que todos allí hablaban del nazareno que acababa de sanar al famoso endemoniado en Gadara, y hecho caminar al viejo Mesec. Algunos lo llamaban profeta, otros le decían demonio, y otros se atrevían a proclamarlo Mesías.

Tus pecados te son perdonados”. No dejaba de pensar en tan osada frase que había pronunciado el nazareno. ¿Acaso no es solo Dios quien puede perdonar pecados? En medio de mi trabajo, sentado al banco de los tributos, resonaban esas palabras en mi cabeza.

La gente empezó a amontonarse; algunos que estaban sentados en las calles empezaron a correr en la misma dirección. Me pregunté qué era lo que sucedía. Reconocí entonces al nazareno en la distancia. Sus mismos seguidores pasaron por mi lado mirándome como ya estaba acostumbrado, diciéndome con sus ojos lagarto, traidor. Sabía que lo merecía, y ya me había acostumbrado a esa realidad que aún me hacía sentir vergüenza. Entonces el Nazareno empezó a hablar a la multitud:

Dos hombres subieron al templo a orar: uno era un maestro de La Ley, y el otro un cobrador de impuestos. El maestro de La Ley, puesto en pie, oraba en voz alta: – Dios, te doy gracias porque no soy como los otros, ladrones, injustos, adúlteros, ni como este cobrador de impuestos; yo ayuno dos veces a la semana y doy diezmos de todo lo que gano. – Sin embargo, el cobrador de impuestos, no atreviéndose a entrar al templo, ni aun a alzar los ojos al cielo, se golpeaba el pecho, diciendo…”

–Dios, ten piedad de mí, que soy pecador–, dije en mi mente mientras mis recuerdos se sincronizaban con sus palabras.

Él me miró y me dijo: “sígueme, Mateo”. Esa fue la última vez que se me vio sentado al banco de tributos.

Basado en Mateo 8:28-9:9 & Lucas 18:9-14

Cristian López Zuleta, conocido en redes sociales como Cristian Elezeta, es licenciado en lingüística y pedagogía, escritor apasionado, y músico de pasatiempo. Creador de contenido teológico en redes sociales.

2 thoughts on “Lagartos

  1. Muy interesante la introspección psicológica al personaje de Leví.
    Me recuerda el trabajo que Jan Dobraczynski hizo sobre Nicodemo, aunque él uso la ficción narrativa del epistolario apócrifo.

  2. Excelente, me has hecho leer todo lo que has publicado en este sitio. Qué bueno es entretenernos leyendo ficción cristiana de buena calidad. Adelante, hermano.

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