En la última entrega de esta serie tomamos conciencia de que, más allá de Constantino y la iglesia medieval, el cristianismo ha tenido siempre la tentación de aliarse con los poderes temporales. La tentación del constantinismo está latente hoy en un rango bastante amplio del espectro político, que incluye (con sus matices y particularidades) a los sectores conservadores y a los progresistas por igual. Pero, en un tiempo caótico y complejo como este, ¿acaso no es una buena idea que el Estado y la iglesia unan fuerzas para trabajar por una sociedad más “cristiana”?
Históricamente, tanto la Iglesia (a nivel institucional) como los creyentes (a nivel individual) han sentido a menudo celos de la forma (“legítimamente” violenta) en la que el Estado puede llevar adelante sus pretensiones y deseos. El cristianismo posterior a Constantino se ha visto una y otra vez tentado de ver a los poderes de turno (políticos, sobre todo, pero también económicos y culturales) como aliados, como un campo que se debe disputar no solo para lograr su autopreservación sino también para convertir a la sociedad (desde arriba) en algo que más o menos se asemeje al Reino de Dios. Los cristianos hemos hecho muchas de estas alianzas que poco tienen que ver con Cristo y el Reino de Dios, pero son útiles para ganar batallas de sentido o posiciones de poder. Con excepción de algunos movimientos radicales, la iglesia ha querido frecuentemente garantizar un orden social inspirado por “valores cristianos” desde el poder del Estado.
No obstante, esa es una pretensión bastante cuestionable a la luz de la Biblia y la historia. En oposición a ese cristianismo cautivo de las herramientas y legitimación del Estado, el testimonio primitivo es desafiante. Los primeros cristianos no pensaban que la justicia llegaría, en primer término, de la mano de los poderosos de este mundo, como si Caifás, Herodes o el César fueran los principales agentes de transformación. Tampoco pensaban que la verdadera justicia comenzaría cuando otras personas ocuparan esos mismos palacios de Caifás, Herodes o el César. Quizás esos cambios podrían ser ventajosos en algunos casos para suavizar la injusticia y la opresión; no caben dudas de que muchas estructuras de dominación pueden ser sustituidas por otras mejores. Sin embargo, los cambios no son radicales si no tocan la raíz de la que siempre surgen nuevas formas de opresión. O, en palabras de Arturo Piedra, “las transformaciones sociales tienen recorridos cortos sin hombres y mujeres nuevos que las administren”.
En el Nuevo Testamento existen múltiples evidencias de que el Estado no era visto por los primeros cristianos como un mero espacio de disputa de poder, sino, más bien, como una realidad que competía directamente con Dios y que a menudo se acercaba a la autodivinización. Y veamos solo algunos ejemplos.
Primero, que el Nuevo Testamento señala de muchas maneras que los poderes temporales habían sido directamente responsables de la muerte de Jesús; se pueden ver, por ejemplo, Hechos 4:26,27 o 1 Corintios 2:8.
Segundo, la afirmación de que el diablo mismo es quien tiene potestad sobre los reinos de este mundo. En la paradigmática escena de la tentación de Jesús, en Lucas 4:5-7, el diablo dice: «Son míos para dárselos a quien yo quiera». El costo que se debe pagar para gozar de tanto poder es, lisa y llanamente, darle adoración.
Tercero, y más explícito todavía, la simbología del Apocalipsis, que habla del «gran dragón —la serpiente antigua llamada diablo o Satanás, el que engaña al mundo entero—» (Apocalipsis 12:9), que es quien le otorga a la bestia (que no es nada más y nada menos que el Imperio Romano) «su propio poder y trono y gran autoridad» (Apocalipsis 13:2).
Y cuarto, aunque los ejemplos podrían ser muchos más, el llamado escatológico de Apocalipsis 18:4. En una escena que recuerda al éxodo de Israel, Dios le dice a los creyentes, al respecto de la simbólica Babilonia: «Pueblo mío, salgan de ella. No participen en sus pecados o serán castigados junto con ella».
En el Antiguo Testamento encontramos figuras como José, Daniel o Ester, que desarrollaron una misión “espiritual” desde el poder del Estado. Frecuentemente, esos son los ejemplos que se usan en muchas iglesias para hablar de cómo los creyentes deberían acceder al poder temporal. Pero es interesante descubrir que en el Nuevo Testamento no encontramos nada parecido a estos casos. Y resulta todavía más llamativo que una obra escrita en el siglo III, y atribuida a Hipólito de Roma, afirme explícitamente que «cualquiera que ejerza el poder de la espada, o el magistrado de la ciudad que se vista de púrpura, que renuncie o que sea despedido» de la comunidad cristiana. La investigación histórica sugiere que los cargos políticos de alto nivel (o sea, los que “ejercen el poder de la espada” o los magistrados que “visten de púrpura”) eran vistos, al menos por buena parte de la iglesia primitiva, como incompatibles con la fe.
La Reforma protestante intentó recuperar sentidos y prácticas de la Iglesia primitiva que habían sido desfigurados durante el medioevo. Aunque la importancia de la Reforma magisterial, con Lutero a la cabeza, es hoy innegable, hubo un problema crucial en esta tradición, y fueron los anabaptistas y otros grupos de la Reforma radical los que percibieron que Lutero no había ido lo suficientemente lejos. Estos grupos denunciaron la confusión (tanto de católicos como de protestantes) entre la Iglesia y la comunidad civil. Los anabaptistas insistieron en el mensaje del Nuevo Testamento al afirmar que la Iglesia es una comunidad escogida de entre la totalidad del mundo, es la comunidad que hizo el éxodo hacia el reinado de Cristo. La alianza con los poderes temporales o la plena identificación de iglesia y sociedad era para ellos una traición al mensaje del Evangelio, aunque trajera aparejada grandes beneficios políticos y económicos (como fue el caso del luteranismo en Alemania). No es sorprendente entonces que la crítica de los anabaptistas haya sonado subversiva tanto a católicos como a protestantes, y que ambos grupos los hayan perseguido e incluso martirizado.
La supuesta “cristianización” de una sociedad se obtiene con compromisos. Al comienzo, los beneficios suenan muy tentadores, y parecieran la ayuda que la iglesia necesita para no perder la batalla contra las fuerzas del mal. Pero ese privilegio siempre arrastra consecuencias; a menudo, el resultado de esa alianza es la desintegración de la alternativa del evangelio. La Iglesia se vuelve legitimadora del statu quo y no le queda más opción que contribuir a la idolatría estatal. A fin de cuentas, todos los poderes, sean políticos, económicos o culturales, piden juramentos de fidelidad, celebran culto a sus banderas y símbolos, y edifican todo tipo de altares que siempre demandan algún tipo de sacrificio. Tarde o temprano, la alianza entre Iglesia y Estado está condenada a pervertir la identidad del movimiento de Jesús.
Estamos ya terminando este recorrido teológico, histórico y bíblico. Y después de todo lo aprendido, nos preguntamos: en lo concreto, ¿qué significa todo esto para nosotros? Por supuesto, la respuesta específica a esa pregunta te corresponde solo a vos; pero todavía tengo algunas ideas en el tintero, y las voy a dejar para el próximo video.
Antes de despedirnos, te pregunto: ¿Acaso la iglesia debería poner su energía en proclamar y oficializar “valores cristianos”? ¿Qué te genera la actitud crítica que tiene el Nuevo Testamento ante los poderes temporales? ¿Cómo relacionar todas estas ideas con el compromiso político de los creyentes a nivel individual y su involucramiento con las problemáticas actuales?
En dos semanas, sale la sexta y última parte: ¿Podrá la iglesia velar junto al Maestro?
Lucas Magnin nació en 1985 en el interior de la provincia de Córdoba, Argentina. Es compositor, músico y cantante, productor musical, escritor, conferencista y gestor cultural. Es, además, Licenciado en Letras Modernas (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina), Laureado en Ciencias de la Comunicación (Universidad de Siena, Italia) y Maestrando en Estudios Teológicos (Universidad Nacional de Costa Rica).