Iglesia y Estado. ¿Asunto separado?

  1. ¿Qué lugar debería tener la fe en una sociedad secular?
  2. ¿Jesús predicó el Reino de Dios y vino la Iglesia?
  3. ¿Quién fue Constantino y por qué cambió la historia del cristianismo?
  4. Iglesia y Estado. ¿Asunto separado?
  5. ¿Por qué la Iglesia no “usa” al Estado para realizar su misión?
  6. ¿Podrá la iglesia velar junto al Maestro?

En el último artículo de esta serie nos concentramos en algunos eventos históricos que pusieron en crisis la singular alternativa cristiana. Los emperadores Constantino y Teodosio no solo abrazaron la fe, sino que la convirtieron en religión oficial del Imperio Romano. El constantinismo le cambió la cara al cristianismo, que se convirtió en la nueva hegemonía de Europa. Y esto duró por más de mil años. La alianza entre Iglesia e Imperio llevó a la disolución de la alternativa cristiana y a la consolidación del statu quo de la Edad Media.

Pero la verdad es que resulta mucho más fácil condenar eventos que sucedieron hace 1700 años que actualizar sus sentidos a los contextos actuales. Es sencillo condenar la religión, el cristianismo en particular, y echar toda la culpa a las cruzadas, la conquista de América o la Inquisición; y eso no significa que no haya algo de verdad, por supuesto, pero no deja de ser una lectura sesgada, anacrónica y, finalmente, improductiva. Lamentablemente, son esos los argumentos que a menudo dominan el debate público: opiniones cargadas de estereotipos, generalizaciones y exageraciones que poco tienen para aportar a unas sociedades en las que, al menos en principio, la diversidad de miradas se respeta y se motiva.

 
 

La fe cristiana ha encontrado a lo largo de la historia numerosas formas de aliarse con los poderes de turno. Hoy en día, y de este lado del mundo, probablemente las más fáciles de reconocer sean dos. En primer lugar, los resabios del catolicismo colonial en países de América Latina, que tuvieron un rol fundamental legitimando algunas dictaduras del siglo pasado y siguen extendiendo su influencia a muchos gobiernos democráticos actuales. En segundo lugar, el ala política del evangelicalismo estadounidense, asociado a algunos sectores conservadores y articulado, a menudo, a través del partido republicano. Un caso similar al de Estados Unidos se ha visto recientemente en muchas iglesias evangélicas latinoamericanas, especialmente en Brasil. Observar el constantinismo de la Iglesia católica y los gobiernos latinoamericanos, o las iglesias evangélicas y una parte del gobierno norteamericano es algo bastante sencillo, casi vox populi, algo repetido una y otra vez por sectores críticos. La identificación de una religión (más o menos) estatal es muy evidente en estos casos, tanto que prefiero no detenerme en este punto.

¿Pero será que el constantinismo es un peligro únicamente de “la derecha” y los sectores sociales más conservadores? ¿Será que esos constantinismos pertenecen a una sociedad en vías de extinción? ¿Acaso la solución para una sociedad “más evolucionada” o para una Iglesia “menos contaminada” serían los gobiernos más progresistas o de izquierda? Antonio González (y esta parece ser una crítica a la Teología de la Liberación), sugiere que el constantinismo no desaparece «cuando los cristianos se hacen “revolucionarios”. En este caso, la lealtad a un régimen presente se sustituye por la lealtad a un régimen futuro. El cristiano comienza a identificarse con un sistema de poder que todavía no existe, pero se espera en el futuro. El logro del poder por parte del grupo político adecuado se convierte en la solución hipotética para todos los males. Y quienes desconfían de esa estrategia, son acusados de “desentenderse del mundo”. El constantinismo sigue en pie».

Es cierto que la enorme mayoría de las comunidades cristianas de América Latina no se identifican con estos movimientos; eso está claro. Pero hay un fenómeno entre muchos creyentes “desiglesiados”, críticos con la institución, que han empezado a ver esas reivindicaciones, quizás sin mucha reflexión sobre las implicaciones teológicas de esas ideas, como una manifestación del Reino de Dios, un Reino con un sentido plenamente universal y secular. Mientras el Estado extienda y proteja los derechos individuales y colectivos, la sociedad será cada vez más sana, más pura, menos egoísta, y se acercará cada día más a la utopía. La justicia plena llegará cuando se aprueben ciertas leyes, cuando se extienda cierto tipo de educación o cuando se transformen las instituciones gubernamentales y de mercado.

Pero el problema teológico con esas utopías es que ya no necesitan del reinado de Cristo para que esa salvación liberadora se concrete, sino tan solo de la ampliación de derechos bajo la tutela del Estado. Ya no es necesario hacer un éxodo espiritual y teológico, un nuevo nacimiento, sino solo suscribir un éxodo político, colectivo. El pueblo de Dios deja de ser una alternativa que apunta al Reino y se convierte en el enemigo número uno de la utopía secular. La “nueva humanidad” deja de ser el fruto del Espíritu en los creyentes, y se vuelve una imagen construida con actos políticamente correctos, sustentados por una opinión pública que por momentos vigila y castiga como la moral victoriana, que refuerza su poder disciplinario a través de escraches y repudios a los que fallan de una u otra manera a ese ideal.

Muchos cristianos se están alineando con esta versión secularizada y posmoderna del constantinismo, y no hay muchas voces que adviertan el peligro. Más que desafiar el statu quo desde la esperanza del evangelio, este constantinismo refuerza la omnipotencia del espíritu de esta época e invisibiliza los mecanismos y potestades de nuestro tiempo. Los creyentes ya no necesitan creer en la misteriosa soberanía de Dios; en este nuevo escenario, Dios es una fuerza difusa que se materializa en una sociedad igualitaria, disciplinada por el Estado y vigilada por la opinión pública. Este cristianismo no representa ninguna alternativa.

El constantinismo está vivito y coleando. Con ropa diferente, y aparentemente en los extremos opuestos, los fundamentalismos conservadores y progresistas vuelven a demostrar lo tentadora que resulta la alianza con los poderes temporales. Pero, ¿acaso no es una buena idea que la iglesia utilice el aparato del Estado para cumplir su misión? ¿No sería más fácil cristianizar de esa manera a la sociedad? De eso vamos a hablar en la próxima entrega.

Antes de despedirnos, te pregunto: ¿Qué tipo de mecanismos ponen en evidencia que está sucediendo una alianza entre iglesia y Estado? ¿Qué personajes e ideas de tu contexto se han vuelto símbolos de estos conflictos? ¿Cuáles serían las consecuencias sociales y eclesiales en tu entorno si triunfaran algunos de estos constantinismos?

En dos semanas, sale la quinta parte: ¿Por qué la Iglesia no “usa” al Estado para realizar su misión?

Lucas Magnin nació en 1985 en el interior de la provincia de Córdoba, Argentina. Es compositor, músico y cantante, productor musical, escritor, conferencista y gestor cultural. Es, además, Licenciado en Letras Modernas (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina), Laureado en Ciencias de la Comunicación (Universidad de Siena, Italia) y Maestrando en Estudios Teológicos (Universidad Nacional de Costa Rica).

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