¿Quién fue Constantino y por qué cambió la historia del cristianismo?

  1. ¿Qué lugar debería tener la fe en una sociedad secular?
  2. ¿Jesús predicó el Reino de Dios y vino la Iglesia?
  3. ¿Quién fue Constantino y por qué cambió la historia del cristianismo?
  4. Iglesia y Estado. ¿Asunto separado?
  5. ¿Por qué la Iglesia no “usa” al Estado para realizar su misión?
  6. ¿Podrá la iglesia velar junto al Maestro?

En la última entrega de esta serie, afirmamos la continuidad creativa que existe entre el ministerio de Jesús y la vida de la iglesia primitiva. Jesús de Nazaret anunció que el Reino de Dios se había acercado; ese anuncio fue materializado en la experiencia de los primeros cristianos, que reconocían a Jesús como el Mesías de ese nuevo Reino de justicia y paz. No había nada de abstracto en ese reconocimiento, sino que implicaba una nueva forma de vivir y relacionarse con los demás. Semejante actitud era un acto crítico y subversivo que disputaba la hegemonía del Imperio Romano, un sistema que demandaba la adoración del César como Hijo de Dios y Señor.

Hay una palabra que describe al cristianismo primitivo en su contexto: alternativa. La ekklesía, entendida como comunidad mesiánica, fue una opción renovadora dentro de la realidad del Imperio Romano. Pero como dice Antonio González, existen «dos condiciones imprescindibles de cualquier alternativa. No se puede ser alternativa sin ser visible y comprensible por el contexto como una forma verdaderamente atrayente. Pero tampoco se puede ser alternativa sin ser distinto de la sociedad circundante». Desde su lugar descentrado, la Iglesia desarrolló prácticas de justicia al interior de sus comunidades. Los primeros cristianos no necesitaban de la legitimación, la ayuda o el visto bueno del Estado para poner en práctica los principios del Reino de Dios; había un nuevo rey que ya estaba gobernando entre aquellos que lo reconocían como tal, y eso posibilitaba la construcción de una nueva sociedad, en la que, como dice Pablo en Gálatas, “ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús”. La Iglesia, en sus primeros tiempos, no era aliada del Estado; más bien: era proscrita y perseguida. Sus prerrogativas eran a menudo tomadas como sediciosas.

 
 

Pero una serie de eventos que sucedieron a lo largo del siglo IV le cambiaron la cara al cristianismo para siempre. Es lo que se conoce como “giro constantiniano” y para entenderlo tenemos que presentar a Flavio Valerio Aurelio Constantino, más conocido como Constantino el Grande, emperador del Imperio Romano entre el 306 y el 337 d.C.  En el año 313, Constantino proclamó el edicto de Milán, en el que quitó la proscripción al cristianismo; esto significó el fin de la persecución y el comienzo de una nueva era de libertad religiosa. Con el tiempo, esa libertad fue seguida de favoritismo hacia la Iglesia. Tan solo doce años después del edicto de Milán, Constantino convocó el Concilio de Nicea, una reunión con enormes consecuencias para el futuro de la cristiandad; Constantino confirmó las decisiones del Concilio y las convirtió en leyes de todo el Imperio. 

Tiempo después de Constantino, el emperador Teodosio I llevó su legado a un nivel antes inimaginable. El edicto de Tesalónica, del año 380, convirtió al cristianismo niceno en religión oficial del Imperio Romano. El edicto decía: “Ordenamos que tengan el nombre de cristianos católicos quienes sigan esta norma, mientras que a los demás los juzgamos dementes y locos sobre los que pesará la infamia de la herejía”. Estas decisiones imperiales derivarían, eventualmente, en una total alianza entre la Iglesia y el Imperio, que definió la sociedad europea de todo el medioevo (y que se extiende, de muchas formas, hasta nuestros días). El cristianismo había dejado de ser perseguido para convertirse en perseguidor; la Iglesia, que antes había subvertido la hegemonía imperial, se convirtió en la nueva hegemonía.

Se suele denominar constantinismo a esta alianza carnal entre la Iglesia y el Estado. Es un término que describe a una religión que adquiere un carácter oficial en un gobierno. En los tiempos de Constantino y después de siglos de persecución, los cristianos se sintieron enormemente aliviados por la llegada de una nueva era; no solo se habían terminado las torturas y martirios, sino que de pronto el Imperio mismo se había vuelto el brazo poderoso que llevaba adelante la misión de la iglesia. Pero esa alianza costó cara; la alternativa cristiana, tan creativa en tiempos de persecución, entró en crisis cuando se vio rodeada de los privilegios (y las responsabilidades) que implicaba ser la religión del Estado.

Con la alianza del cristianismo con el Imperio, sucedieron al menos 3 cambios fundamentales. El primero tiene que ver con el aspecto individual de la Iglesia. El constantinismo significó que ser cristiano ya no era una condición excepcional, que los creyentes recibían por gracia y aceptaban libremente; el título “cristiano” empezó a describir no a personas sino a toda la sociedad. Una religión estatal cambia las reglas del juego: ya no existe un éxodo personal ni es necesario aceptar voluntariamente el señorío de Cristo para entrar en el Reino.

El segundo cambio tiene que ver con el aspecto comunitario de la Iglesia. Cuando el cristianismo se volvió religión oficial del Imperio, empezaron a desaparecer muchas de las formas específicas de la solidaridad cristiana. Cuando todo el mundo es cristiano por nacimiento o por obligación, ya no hay espacio para que la comunidad cristiana sea una sociedad alternativa; ya no son necesarias nuevas relaciones, ni prácticas justas y misericordiosas, ni estructuras alternativas. Una nueva sociedad que se impone desde arriba no es nada más que la misma sociedad de siempre, pero con ropa nueva.

El tercer gran cambio que acarreó la alianza entre el cristianismo y el Imperio tiene que ver con la proyección social de la Iglesia. Jesús predicó un tipo de fe definida por una no violencia radical; esa actitud marca el mensaje del Sermón del Monte. Los primeros cristianos, siguiendo su ejemplo, renunciaron a la violencia incluso cuando eso significaba el martirio. Pero una de las prerrogativas del Estado es justamente el monopolio de la violencia legítima; por eso, cuando la Iglesia se volvió imperial, ese pacto acarreó la legitimación de la violencia de los poderes temporales. Esa violencia ha sido muchas veces explícita (y pensemos, sino, en las Cruzadas o la conquista de América) pero muchas otras, ha sido más bien implícita (y esto se ha visto en muchas dictaduras e incluso en algunas democracias actuales). Todas estas prácticas son una negación directa del Sermón del Monte y de la ética de Jesús.

La alianza entre la Iglesia y el Imperio desfiguró drásticamente la propuesta del cristianismo. No fue una distorsión voluntaria ni una apostasía consciente. Por el contrario: la prometedora alianza de la Iglesia con el poder temporal mostró solo con el tiempo los riesgos que acarreaba. Una iglesia oficial termina por sacralizar las estructuras sociales. Dios se convierte en un símbolo del orden jerárquico de la sociedad misma. La alianza con el Imperio le costó a la Iglesia el sacrificio de su alternativa. A fin de cuentas, las alternativas no pueden ser hegemónicas. Cuando la Iglesia perdió lo que la hacía especial, se volvió tan solo una legitimadora del statu quo.

Pero ¿será que el peligro del constantinismo se acabó con el fin de la Edad Media? ¿Qué significa ese tipo de alianza entre Iglesia y Estado en un contexto como el nuestro? Justamente eso es lo que vamos a investigar en la próxima entrega.

Antes de despedirnos, te pregunto: ¿Por qué la misión de la Iglesia parece florecer bajo persecución? ¿Qué consecuencias prácticas conllevan esos dos caminos: ver a Cristo como Señor de otro Reino o verlo como legitimador del statu quo? ¿Por qué los beneficios políticos y económicos del constantinismo han resultado tan tentadores para la Iglesia?

En dos semanas, sale la cuarta parte: Iglesia y Estado. ¿Asunto separado?

Lucas Magnin nació en 1985 en el interior de la provincia de Córdoba, Argentina. Es compositor, músico y cantante, productor musical, escritor, conferencista y gestor cultural. Es, además, Licenciado en Letras Modernas (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina), Laureado en Ciencias de la Comunicación (Universidad de Siena, Italia) y Maestrando en Estudios Teológicos (Universidad Nacional de Costa Rica).

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