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El arte es un puente espiritual

Extracto de mi libro Arte y fe. Un camino de reconciliación. Buenos Aires: Ediciones Kairós, 2016.

Rusia. Finales del siglo XIX: el caótico siglo que había visto nacer al frenesí de los románticos, el método científico de los realistas, el compromiso social de Zola, los nuevos ojos impresionistas, Rimbaud y los poetas malditos, la utopía de la poesía pura. Describir al arte con un par de conceptos bien definidos era cada vez más difícil. León Tolstoi no se amedrentó ante tantas obras desconcertantes y revolucionarias. Hizo justamente la revolución. Escribió un ensayo en el que tiraba por tierra la mayor parte del arte de su época… sus novelas incluidas. Su obra se llamó, y es la pregunta que nos importa ahora mismo: ¿Qué es el arte?

La existencia del arte cruza como un surco la historia, la geografía y las culturas. Como Dios, está en todas partes, incluso si no sabemos definirlo por completo. Sabemos por boca de antropólogos y arqueólogos que, en las etnias más remotas y las sociedades milenarias, existen manifestaciones estéticas. Sabemos, por ejemplo, que hacia el 3200 a. C. la música ya desempeñaba en la China un importante papel social; y también que en Lascaux, Francia, se pueden apreciar pinturas en cavernas que datan del 13.000 o 15.000 a. C. 

La palabra arte deriva del griego “techné”: un término con el que se hacía referencia a toda creación humana. De ahí deriva nuestro concepto actual de técnica. Con el paso del tiempo, el significado de arte se fue haciendo más específico pero no por eso más claro. Schásler decía: «En ninguna parte, en el dominio de la filosofía, es tan grande la disparidad de opiniones como en estética». La Estética, ciencia que estudia los fenómenos relacionados con el arte, toma su nombre de una palabra griega que significa sensación. La dificultad que tenemos para definir lo que es el arte comparte su origen con la dificultad que tenemos para explicar una sensación.

«¿Qué es, pues, esa belleza que de continuo cambia de sentido según los países y las épocas?», se preguntaba León Tolstoi. En las opiniones sobre el arte tenemos un ejemplo muy claro de la subjetividad que atraviesa nuestra existencia. Las percepciones estéticas están condicionadas culturalmente, enmarcadas en espacio y tiempo. «Nada es absolutamente bello sino que todo es bello en relación a alguna cosa», decía Giordano Bruno. Cada época tiene sus normas para determinar lo bello y sus artistas y teóricos para defenderlo. Esta es una de las cosas más interesantes de los fenómenos artísticos: las opiniones sobre el arte no les pertenecen únicamente a los expertos. El placer estético es democrático.

Se han escrito tratados, manifiestos y Ars Poéticas para intentar responder al significado y la importancia del arte. Las contradicciones son numerosas. Desde Homero hasta Radiohead, desde las pinturas rupestres de Altamira hasta la banana pop-art de Andy Warhol, hemos intentado definir ese espacio complejo de sentido al que denominamos arte. Los filósofos (Platón, Aristóteles, Kant, Schiller, Lessing, Hegel, Schopenhauer, Croce), los teólogos (Orígenes, Basilio, Agustín, Boecio, Casiodoro, Marsilio Ficino, Lutero, Rookmaaker), los críticos de arte (Diderot, Boileau, Hauser, Gombrich), los sociólogos (Taine, Guyau, Baxandall, Hadjinikolaou), los artistas (anónimos o inclasificables, renacentistas, barrocos, neoclásicos, románticos, impresionistas, decadentes, parnasianos, simbolistas, futuristas, cubistas, expresionistas, dadaístas, surrealistas, posvanguardistas), todos han intentado iluminar el núcleo del fenómeno estético.

Muchas cosas se han dicho en el intento de definir qué es el arte. Pero, a pesar de todo, esta multitud de consejeros no parece resolver el acertijo. Quizás, como decía Daniel Buren, al hablar de una obra de arte «no puede decirse nada, excepto que es». Como intuía Cortázar, tal vez únicamente se puede afirmar que existe «una alianza misteriosa y compleja» entre ciertos temas, ciertas formas, ciertos autores y ciertos lectores. Recorrer la historia y las incontables teorías estéticas nos ayuda a entender un poco más de qué estamos hablando cuando hablamos de arte. Pero, al mismo tiempo, todo el asunto sigue resultando extraño.

¿Cómo explicar los efectos que desata una canción? ¿Por qué un poema sobre el amor resulta más abrumador que una descripción científica sobre las hormonas y procesos neuronales detrás del enamoramiento? ¿Acaso las incontables pinturas y esculturas que pueblan la historia son nada más que decoración? Encontrar el meollo del arte, lo que lo hace diferente de todo lo demás, parece ser una empresa sin esperanzas.

Intuimos que el arte tiene un valor específico que excede a otros usos, pero nos cuesta explicar en qué consiste ese valor. Immanuel Kant bocetó una respuesta al afirmar que la percepción del arte está a mitad de camino entre la razón y la práctica, entre el pensamiento y la imaginación. Por estar en ese lugar, puede servir de puente entre ambas. Según Kant, el hecho de que no podamos encontrar o nos cueste explicar esa finalidad concreta se debe justamente a su función como armonizadora de ambos terrenos, la razón y la práctica. El arte es necesario pero no sabemos para qué.

Algunos teóricos sugieren que, así como existe un homo faber (que fabrica por naturaleza), un homo sapiens (que piensa porque es su esencia) y un homo ludens (que juega por instinto), existiría también un homo aestheticus. Según esta teoría, las percepciones estéticas de la humanidad no son accesorias, superficiales o un mero producto del entorno. Son parte de sus instintos más básicos. Hay estudiosos, como Ellen Dissanayake, que afirman que el arte es tan necesario como la comida, el abrigo o el hogar. Lo usamos como vía de escape, como medio de adaptación y aún como supervivencia.

Me animo a ir un poco más allá. Creo que la razón fundamental por la que producimos y consumimos arte es porque funciona como un puente espiritual. El arte es eco de una voz más profunda que la humanidad misma. Más allá de otros objetivos o costumbres, utilizamos el arte porque nos ayuda a entrar en relación con una parte esencial de nosotros mismos: el mundo del espíritu. No podemos hacer definiciones precisas porque estamos flotando sobre un terreno volátil que se resiste a la estructura y las categorías. Es imposible delimitar la vida del espíritu.

Todos los elementos que se suelen citar como posibles claves para descubrir el núcleo del arte son importantes: la belleza, el placer que provoca, su utilidad o contenido, la adecuación a o la ruptura de las normas establecidas, la ideología o la pertenencia a una tradición estética. Todos estos elementos forman el crisol, el lugar de encuentro para el nacimiento del arte. Son como herramientas que labran una escultura sobre la piedra del espíritu. 

El arte es uno de esos fenómenos que tocan una fibra profundísima, nos acercan al Absoluto y nos ponen en contacto con la espiritualidad: el nacimiento, la inocencia de la infancia, el amor y la sexualidad, las enfermedades y la muerte, el sacrificio materno, la religión y los ritos. Todas estas cosas pertenecen a una raíz básica, pura, primitiva de la experiencia humana. Por eso el arte nos acompaña desde tiempos inmemoriales. Las pinturas de las cavernas, por ejemplo, eran mucho más que un adorno. Simbolizaban la posibilidad de atrapar el alma de los animales. Era la única forma, a los ojos de aquellos seres, de enfrentar lo que los aterraba, de sobreponerse a lo desconocido. También la música despertó desde siempre en la humanidad una resonancia especial. Desde las danzas rituales para invocar a los dioses hasta los experimentos chamánicos de Jim Morrison, la música ha servido para establecer una conexión misteriosa con lo sobrenatural, una ayuda en la búsqueda de lo divino. De igual manera, la literatura siempre ha acompañado la experiencia espiritual de los seres humanos. Los registros literarios más antiguos de las civilizaciones son casi siempre sagrados: los Vedás indios, el Popol Vuh, la mitología egipcia, el Bhágavad guitá, la Ilíada, los libros del Antiguo Testamento.

Muchos estudiosos reconocen que arte y mito comparten un lugar muy cercano en el interior del ser humano. Ambos son formas de explicar la realidad de manera un poco intuitiva. Ambos se valen de imágenes misteriosas y fugaces para expresar lo inexpresable. Al pensar en eso, Julio Cortázar afirmaba que un poeta es como un mago metafísico. En La Resistencia, Ernesto Sábato decía: 

El mito, al igual que el arte, expresa un tipo de realidad del único modo en que puede ser expresada. […] A través de esas profundas manifestaciones de su espíritu, el hombre toca los fundamentos últimos de su condición y logra que el mundo en que vive adquiera el sentido del cual carece. Por eso mismo, todos los filósofos y artistas, siempre que han querido alcanzar el absoluto, debieron recurrir a alguna forma del mito o la poesía.

Durante mucho tiempo, desde la revolución científica y racionalista, se quiso cancelar el aspecto mítico de la humanidad, al creer que era un mero vestigio de su evolución. Y resulta llamativo que en ese mismo tiempo la preocupación por el arte se volvió central. Casi como si la estética viniera a suplantar el lugar de la mitología. «¿Cómo pueden ser una falsedad las grandes verdades que revelan el corazón del hombre a través de un mito o de una obra de arte?», se pregunta Sábato. Las verdades ocultas en un mito o un poema épico son nada menos que las rudimentarias explicaciones que logran los seres humanos al intentar dar sentido y forma al mundo que les rodea.

Sabemos que los mitos no cuentan la verdad de forma científica. Sabemos que Cronos no se comió realmente a sus hijos, que Prometeo no les robó el fuego a los dioses y que una mujer llamada Isis no se pasó sus días buscando las partes del cuerpo de su esposo en el Nilo. No estamos diciendo que una obra de arte retrate la realidad de una manera literal, que los relojes tengan la capacidad de derretirse mientras la memoria persiste, que Don Alonso Quijano haya bajado un día a la caverna de Montesinos o que la mejor forma de entender quién fue Charles Foster Kane sea la palabra “Rosebud”. Un mito y una obra de arte son brazadas muy humanas en búsqueda de trascendencia. Rumores de otro mundo, dice Philip Yancey. «Poetas, pintores, novelistas y dramaturgos —quienes saben algo acerca de crear un universo— sienten indicios, aunque no pueden detectar su fuente». El arte es un testigo secreto de la eternidad que hay en el corazón humano. El teólogo Hans Urs Von Balthasar prestaba atención a esto cuando hablaba de la gloria como fundamento del arte.

El arte y el mito se superponen a menudo con la religión. Todas estas esferas pertenecen al terreno del espíritu. Por eso Víctor Hugo hablaba del poeta como profeta; Rimbaud, como vidente; Mallarmé, como oficiante. Como supo notar Kierkegaard, el arte se revela muchas veces como un tipo de religión laica. Los artistas ofician como sacerdotes que proveen experiencias trascendentales a través de sus obras. Los consumidores de arte son como fieles que muestran su devoción a los sacerdotes; de hecho, muchos se llaman a sí mismos fanáticos. Los seguidores acompañan la producción de los artistas, contribuyen económicamente con ellos (una especie de ofrenda) y hasta divulgan sus obras (algo similar a una predicación). A menudo, los conciertos de rock se describen como rituales. En Argentina, por ejemplo, los shows de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota suelen denominarse misas ricoteras. Incluso los momentos de inspiración de los artistas se denominan trances

Por milenios, el arte tuvo una función ritual y mágica. El puente entre la religión y la producción artística de un pueblo era bastante directo. La retroalimentación era permanente. Pero en nuestra época, la conexión entre el arte y lo espiritual es un poco menos evidente. Pareciera que nuestro concepto de consumo estético, una idea bastante reciente históricamente, tiene más que ver con cruda mercancía que con la espiritualidad.

Después de “la muerte de Dios”, de todo absoluto, de cualquier fe y casi toda esperanza, el arte ha caído también en el fusilamiento. Los artistas posmodernos pregonan la muerte del arte como un grito de batalla. El ser humano, en su presunta mayoría de edad, no puede ya encontrar reposo en ilusiones. He hablado un sinfín de veces con artistas y críticos, con estudiantes y profesores, con consumidores bien informados de arte acerca de esa presunta muerte. Casi todos ellos, desde sus cómodos sillones desamparados, a sus anchas en una desilusión más espiritual que estética, predican un único mensaje. Es el evangelio que han recibido de Nietzsche y del posestructuralismo, es la (no tan) buena nueva que se ha convertido en discurso oficial tras la frustración de las últimas utopías. La cultura de la modernidad quiso borrar toda huella de la presencia de Dios en el mundo. Demasiado tarde descubrimos que sacar a Dios de la ecuación era también desplazar al ser humano.

Una artista plástica me explicaba hace un tiempo el sentimiento de desazón que observa a su alrededor. Artistas y escritores, músicos, escultores y poetas parecen ser hoy los abanderados de la muerte del espíritu, de la gran ficción que ha representado para el mundo la esperanza en algo más que estos sentidos. En otro tiempo, no hace tanto, eran la física, la biología, la química y el resto de las ciencias duras las que inclinaban la balanza hacia la incredulidad. Los artistas pertenecían al último batallón del espíritu. Hoy la balanza se ha inclinado nuevamente. Los científicos que miran el cielo o analizan el átomo no alcanzan a explicar el mundo sin recurrir a lo sublime. Pero los viejos trovadores del misterio, los poetas, aquellos que desde siempre se han sabido sensibles a todo lo trascendente, parecen hoy los más fervientes incrédulos.

Como artista que recuerda sus raíces, como miembro de esta generación desilusionada, como alma que no olvida la inocencia, decido resistir a los verdugos del espíritu y a los absolutistas del relativismo. A principios del siglo XX, los modernistas decían: «Para nosotros lo bello es la representación de lo infinito en lo finito; la manifestación de lo extensivo en lo intensivo; el reflejo de lo absoluto; la revelación de Dios». En esta tierra yerma, hacer la revolución significa volver a cantar la melodía del espíritu.


Bibliografía

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Lucas Magnin nació en 1985 en el interior de la provincia de Córdoba, Argentina. Es compositor, músico y cantante, productor musical, escritor, conferencista y gestor cultural. Es, además, Licenciado en Letras Modernas (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina), Laureado en Ciencias de la Comunicación (Universidad de Siena, Italia) y Maestrando en Estudios Teológicos (Universidad Nacional de Costa Rica).

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