¿Podrá la iglesia velar junto al Maestro?

  1. ¿Qué lugar debería tener la fe en una sociedad secular?
  2. ¿Jesús predicó el Reino de Dios y vino la Iglesia?
  3. ¿Quién fue Constantino y por qué cambió la historia del cristianismo?
  4. Iglesia y Estado. ¿Asunto separado?
  5. ¿Por qué la Iglesia no “usa” al Estado para realizar su misión?
  6. ¿Podrá la iglesia velar junto al Maestro?

Esta es la conclusión de la serie “Triunfo y vergüenza del cristianismo en el poder”. Los capítulos anteriores se pueden leer y ver acá: Introducción, Capítulo I, Capítulo II, Capítulo III y Capítulo IV.

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El recorrido histórico, bíblico y teológico que nos trajo hasta acá no es definitivo, no cubre todos los frentes y probablemente incurra en multitud de pecados; sin embargo, nos ha permitido reconocer al menos dos cosas. En primer lugar, algunos horizontes que puede tener la fe cristiana en la arena pública: una fe atravesada por las relaciones renovadas y contraculturales nacidas al interior de una comunidad en la cual Jesús es rey. Y segundo, algunos peligros que conllevan las alianzas de la fe con los poderes de turno, bajo la conciencia de que el constantinismo ha sido una tentación recurrente en la historia del cristianismo.

El pasado nos instruye con bastante claridad del peligro que acarrea que la iglesia, a nivel institucional y en bloque, se alinee detrás de un proyecto político, económico o cultural. Eso deriva, muy frecuentemente, en la pérdida de la identidad específicamente cristiana, en la incapacidad de ofrecer una voz profética y en la plena asimilación de la alternativa del evangelio bajo una ideología determinada. Reconocer todo esto no debería llevarnos a la fuga mundi, a escaparnos de la historia bajo una bandera presuntamente “apolítica” o al miedo a involucrarnos en “cuestiones de este mundo”; porque lo cierto es que vivir en sociedad, habitar en la polis, es en sí mismo un acto político. Los cristianos estamos llamados a hacer el éxodo al reinado de Cristo, pero eso no es lo mismo que el exilio de todo involucramiento social, histórico o político. El éxodo de la ekklesía no se desentiende del mundo, sino que lo entiende a partir de la alternativa renovadora del evangelio.

Y acá entramos en un terreno escabroso. ¿Qué lugar tendrán las misiones y vocaciones individuales y comunitarias en el escenario público? ¿Cómo será la relación de los creyentes con las organizaciones sociales, los partidos políticos, el estado y las discusiones éticas en sociedades poscristianas como la nuestra? ¿Qué decisiones y compromisos concretos adoptará la responsabilidad cristiana de servir a los demás, de ser la sal y la luz de la tierra, de promover la justicia y el compromiso con los más necesitados, con el medio ambiente o los derechos humanos? Todas esas son preguntas fundamentales y que, más allá de los peligros y posibilidades que aquí hemos delineado, deben ser respondidas con integridad y detenimiento por cada uno de aquellos que abrazamos la fe cristiana. Reflexionar sobre la relación entre la iglesia y los poderes temporales no solo implica un llamado a la fidelidad hacia el evangelio, sino también la posibilidad de aportar desde nuestra esperanza al bien común de la sociedad y de la creación.

El Reino de Dios vive en una permanente tensión escatológica; es, según el lenguaje de los teólogos, “ya, pero todavía no”. El evangelio nos pide que tengamos un pie en nuestra realidad inmediata y otro pie en la promesa. El teólogo protestante suizo Karl Barth se refería a esto cuando decía que los sermones se deben preparar “con la Biblia en una mano y el periódico en la otra”; en la misma dirección iba el obispo católico argentino Enrique Angelelli, cuando decía que debemos tener “un oído en el pueblo y otro en el Evangelio”. La vida de aquellos que seguimos a Jesús es un frágil equilibrio entre dos paradójicas realidades: ahora y todavía no, o en el lenguaje de Juan 17, estar en este mundo y no ser de este mundo.

Cuando solo recordamos una de estas verdades, perdemos el equilibrio. El obispo anglicano John Robinson decía que una iglesia que no se distingue del mundo, que no es una alternativa, está tan cerca que no puede hablarle, y por eso pierde su rol profético. Pero, de igual manera, una iglesia poco involucrada con el mundo está tan lejos de él que tampoco puede hablarle. Se olvida de que su misión, como la del mismo Jesús, comienza con la encarnación.

Afirmamos entonces que estamos en el mundo y por eso nuestro destino participa del destino de la humanidad. No somos extraterrestres; compartimos las alegrías y miserias de los hombres y mujeres que habitan este planeta. No podemos refugiarnos en la promesa del cielo y olvidarnos del mundo que nos rodea.

Y afirmamos también, al mismo tiempo, que no somos del mundo, y por eso siempre debemos preguntarnos dónde están puestas nuestras lealtades. Nuestra vida es, según las Escrituras, similar a la de unos peregrinos y extranjeros que están en camino a su verdadero hogar. Aunque podemos apoyar o sentir cierta identificación con proyectos, candidatos y partidos, es un error identificar directamente cualquiera de esas utopías con el Reino.

Cuando el cristianismo deja de ser una alternativa, las consecuencias sociológicas se parecen bastante a lo que sucedió con las vanguardias artísticas de principio del siglo XX, como el dadaísmo, el cubismo o el expresionismo. Poco antes de morir, André Breton, el padre del surrealismo, le dijo al cineasta Luis Buñuel: «Querido amigo, ya nadie se escandaliza de nada». Las vanguardias nacieron como una alternativa radical al arte burgués de la modernidad; su modus operandi fue el escándalo, la incomodidad, la ruptura, el shock. Pero cuando el espíritu alternativo de las vanguardias fue adoptado por el statu quo del arte occidental, cuando fue canonizado en los museos y domesticado por la industria cultural, el escándalo desapareció. Lo que había sido alternativa, se volvió parte del establishment cultural.

Es la paradoja del éxito. Las vanguardias le disputaban sus sentidos al arte tradicional y buscaban visibilizar su alternativa; pero cuando esa posibilidad se volvió hegemónica, la vanguardia desapareció. El cristianismo, de manera análoga, nació como una alternativa a las opciones de su tiempo y se extendió con rapidez por todo el Imperio Romano; sin embargo, cuando se convirtió en hegemonía, se volvió impotente. Parafraseando a Lutero, la Iglesia vencedora es la de la cruz, no la de la gloria.

El deseo natural de buscar la comodidad y de gozar de un buen nombre es uno de los enemigos más acérrimos de la alternativa cristiana. No queremos sufrir ni perder prestigio; nos resistimos instintivamente al dolor y a ser tratados como inferiores. Por eso, ante la prueba y la crítica, hemos optado a menudo por el camino de Pedro. Hemos negado a Cristo. La Iglesia en tiempos de Constantino fue la primera en caer en la trampa, pero no ha sido la única.

Un caso paradigmático es el de la teología racionalista de la modernidad. Durante siglos, muchos de los teólogos más brillantes del cristianismo (en particular, los protestantes) se alistaron detrás de la utopía del progreso, la razón, la ciencia, la técnica, el capitalismo y la democracia. En pleno auge del Iluminismo, criticar cualquiera de estas cosas demandaba una enorme valentía; nadie quería caer bajo el juicio de la Ilustración ni sufrir la vergüenza de rebelarse contra los dioses modernos. Desconfiar de la razón sonaba absurdo, retrógrado. Así se encaminó un parte de la teología protestante durante la modernidad, a la defensa de la ideología burguesa: sosteniendo que era imposible afirmar ciertas verdades de la fe cristiana en cuestiones “tan evidentes” para el espíritu de su época. Muchos teólogos ensalzaron y legitimaron la modernidad, pero, como sugirió Johan Baptist Metz, cuando el barco moderno se fue a pique, esa teología se hundió también en el naufragio.

Pero, de nuevo, es fácil criticar el pasado y, mientras tanto, abrazar aquellas ideas que el espíritu de nuestra época considera útiles, vanguardistas o prestigiosas. Pero ahí todavía no hay alternativa; si otros ya lo están ofreciendo, ¿qué tiene para dar la fe cristiana? Porque apostar por el evangelio y su insólita alternativa es realmente difícil cuando nuestro entorno lo ve como inútil, retrógrado o de mal gusto. Por eso me pregunto constantemente: ¿Qué es lo especial, lo único, lo específico de la propuesta de Jesús y su Reino de los cielos? Mientras buscamos dialogar con la cultura, la historia y los conflictos de nuestro tiempo, ¿qué es lo innegociable, lo que no podemos perder de vista si no queremos perder también al Maestro?

Renunciar a la propuesta radical del evangelio para buscar soluciones más prestigiosas significa muchas veces renunciar al poder creativo de la fe cristiana. Fue lo que sintió la Iglesia en los tiempos de Constantino: que era urgente hacer una alianza política con el Imperio para evitar el martirio y para hacer más eficiente la estructura eclesial. Fue lo que pasó durante el medioevo: era mejor vivir en una sociedad seudocristiana que caer bajo el asedio de los turcos. Fue lo que sucedió durante la Reforma: el pacto con los nobles parecía la única forma de asegurar la supervivencia del protestantismo en esos tiempos caóticos. Fue lo que sucedió con la actitud de la teología moderna ante el racionalismo: para no sonar a pensamiento mágico y medieval, el cristianismo debía abandonar todo contenido sobrenatural y trascendente. Es lo que ha sucedido con la alianza de la Iglesia católica y los gobiernos latinoamericanos: perder esos acuerdos implicaría un costo económico, social y simbólico altísimo para la estructura eclesial. Es lo que sucede con grupos protestantes conservadores de los Estados Unidos: dejar de hacer lobby en el Congreso implicaría perder visibilidad e incidencia en la política del país. Es lo que están haciendo muchas iglesias evangélicas en América Latina para hacer frente al feminismo, a la llamada “ideología de género” o al aborto: hacen alianzas con sectores de ultraderecha y, en el camino, demonizan y dan la espalda a una buena parte de la sociedad. Es lo que sucede con muchos cristianos progresistas que, siguiendo los pasos de la teología moderna, adhieren a todos los eslóganes y causas que se vuelven prestigiosos: no quieren quedarse afuera del tren de la época, aunque, en el proceso, tengan que hacer la vista gorda al respecto de cuestiones centrales de la fe.

La fidelidad de la comunidad cristiana a la vida, obra, mensaje, muerte y resurrección de Cristo como el Kyrios de la basileia de Dios está en el centro de la alternativa, la salvación, las utopías y el ideal de justicia del cristianismo. Ocultar ese hilo dorado detrás de otros intereses es quitarle a la fe cristiana lo esencial de su paradójica alternativa. A pesar de las presiones internas y externas que quieren desfigurar el mensaje de Jesús y la lealtad de las comunidades cristianas al Reino de Dios, creo que debemos seguir insistiendo en la alternativa del evangelio: una buena noticia que llega al corazón de las necesidades de nuestra época y que, al mismo tiempo, ofrece algo que ninguna utopía puede igualar. Contra todos los pronósticos que afirman la defunción del mensaje del evangelio, insistir en la alternativa cristiana puede seguir siendo una estrategia más eficaz para una transformación radical que todo intento de ocupar el palacio del faraón o del emperador. La estrategia cristiana transforma la sociedad no desde la cima, sino desde las bases.

Mateo 26 relata una escena desgarradora: Jesús fue a orar al Getsemaní, horas antes de la Pasión. En ese momento de angustia y ansiedad, pidió a sus íntimos –Pedro, Juan y Santiago– que lo acompañaran, que permanecieran y velaran toda la noche a su lado. El Señor rogó al cielo por una intervención que lo rescatara de la cruz, pero aceptó la voluntad del Padre. En medio de su clamor, buscó a los discípulos, que dormían, y les dijo: «¿No pudieron velar conmigo ni siquiera una hora? Velen y oren para que no cedan ante la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil» (vs. 40,41). Una segunda vez volvió a orar y una segunda vez los encontró dormidos. Fue a orar una vez más, y cuando regresó a donde estaban los discípulos, ya no importaba si velaban o no: «¡Adelante, duerman y descansen! Pero miren, ha llegado la hora y el Hijo del Hombre es traicionado y entregado en manos de pecadores. ¡Miren, el que me traiciona ya está aquí!» (vs. 45,46). Este relato simbólico y lleno de sarcasmo parece una parodia de la historia del cristianismo. Vez tras vez, los discípulos y discípulas hemos fallado en velar junto al Maestro en sus horas de mayor angustia. La carne es débil y no soporta el peso de la noche. Pero antes o después llega un momento, cuando la negación se ha vuelto ya un hábito, en el que no importa si dormimos o velamos: el Hijo del hombre ha sido entregado una vez más.

No hay soluciones facilistas para sacar al cristianismo de su descrédito universal. Cambiar el mundo desde la fe en el Cristo resucitado parece una utopía absurda en una era poscristiana. Y, sin embargo, como dice Antonio González, «el intento de tomar en serio el camino de Jesús puede ser hoy la forma más importante en que los cristianos contribuyamos a cambiar nuestro mundo». Pero acaso nosotros, ¿podremos velar toda la noche junto al Maestro?

Lucas Magnin nació en 1985 en el interior de la provincia de Córdoba, Argentina. Es compositor, músico y cantante, productor musical, escritor, conferencista y gestor cultural. Es, además, Licenciado en Letras Modernas (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina), Laureado en Ciencias de la Comunicación (Universidad de Siena, Italia) y Maestrando en Estudios Teológicos (Universidad Nacional de Costa Rica).

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