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Infantilismo y credulidad en el cristianismo

Obviamente los estafadores abundan en todas partes, dijo el pastor y teólogo Stephen Davey en el sermón de turno. Sin embargo, una cosa es ser un estafador y hacerle perder dinero a la gente, y otra cosa es estar involucrado en una estafa religiosa donde la gente pierde tanto su dinero como su alma. Los estafadores espirituales abundan de la misma manera que los estafadores financieros.

Las palabras de Davey no pueden ser más acertadas. Y aunque los estafadores espirituales siempre han abundado, al día de hoy pareciera que se han multiplicado por dos. Por eso Davey aclara que no existe un jardín sin malezas, y que adonde se siembran semillas de verdad, seguramente van a haber semillas de engaño muy cerca (a lo cual el apóstol Pablo llama “doctrina de demonios” —1 Timoteo 4:1—, es decir, doctrinas que parecen correctas y ortodoxas pero que en realidad engañan a la gente y los lleva por las puertas de la religión hacia la boca del infierno).

Pero este artículo no es para hablar de los estafadores sino de los estafados. Por qué se dejan estafar, es la pregunta que se impone ante este contexto, ya que el engaño no es de una sola vez o dos, sino un delito continuo, una acción o cosa reprobable permanente.

Preámbulo: ceguera y nominalismo1

Antes de decir algo con respecto al punto que nos compete, nos es necesario explorar el contexto general que circunda a la falsedad y que para muchos puede resultar algo bastante claro y evidente. Comencemos planteándonos dos preguntas fundamentales: uno, ¿están todos ciegos?; y dos, ¿son verdaderamente creyentes los que se dejan estafar?

En lo particular, creo que sí, todos están ciegos. Y una de las razones que perfectamente puede explicar por qué lo están es lo que en teología se conoce como “nominalismo”, el cual, por expresarlo de una manera resumida, es aquel que alude solamente al nombre y a la teoría y elude al contenido y a la práctica. En ese aspecto, los cristianos nominales no están interesados en los asuntos del reino (solo en sus propios asuntos), por ende, no sienten la urgencia de ejercitar sus valores o seguir sus consejos y mandamientos.

Sin embargo, no podemos decir ―ni mucho menos asegurar― que todos los que asisten a una congregación donde se les estafa constantemente son nominales; eso es algo que le compete únicamente a Dios. De ahí que la pregunta que debería hacerse es: ¿hay cristianos genuinos dentro de esas membresías, dentro de esos grupos de gente? Yo me atrevería a decir que sí. ¿Qué pasa con ellos entonces? Si no son nominales, ¿por qué no pueden ver, por qué se dejan estafar sin interrupción?

Ese es, precisamente, el punto al que queremos llegar. La razón, según nuestra apreciación, se asentaría en dos aspectos a tomar en cuenta: uno, la infancia espiritual; y dos, su contenido de simpleza, candidez y credulidad que los lleva a ser presa fácil del engaño y de un hurto imperecedero.

La infancia espiritual (bebés que toman leche)

Dice así la Biblia: “Como bebés recién nacidos, deseen con ganas la leche espiritual pura para que crezcan a una experiencia plena de la salvación. Pidan a gritos ese alimento nutritivo” (1 Pedro 2:2 NTV). [No obstante,] “Con el tiempo que llevan de haber creído en la buena noticia, ya deberían ser maestros. Sin embargo, todavía necesitan que se les expliquen las enseñanzas más sencillas acerca de Dios. Parecen niños pequeños, que no pueden comer alimentos sólidos, sino que sólo toman leche” (Hebreos 5:12 TLA).

De estos versículos deducimos dos cosas importantes: 1) el espíritu es como el cuerpo: tiene que alimentarse (saludablemente) para ir en aumento, desarrollando, para ir aventajando; y 2) al igual que el cuerpo, el espíritu también cuenta con un ciclo de vida, es decir, serie de fases por las que tiene que pasar. Claramente se detectan dos: la niñez y la adultez.

Dice asimismo la Biblia: “Y cualquiera que os diere un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, de cierto os digo que no perderá su recompensa. Cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, mejor le fuera si se le atase una piedra de molino al cuello, y se le arrojase en el mar” (Marcos 9:41-42 RV60). Mateo y Lucas le añaden a esto: “Imposible es que no vengan tropiezos; mas !ay de aquel por quien vienen!” (18:7; 17:1 RV60).

La enseñanza de este pasaje es sencilla e indiscutible, dice William Barclay, teólogo y profesor escocés. De esa claridad deducimos otras dos cosas importantes: 1) aquellos que están en la etapa de niñez (“mis pequeñitos”) son considerados débiles; y 2) ya sea intencionalmente o sin querer, hay personas que hacen “más fácil para otros el pecar”,2 caer, desviarse, “alimentarse mal”.

Pero ¿qué es ser débil? Las definiciones que presenta el diccionario nos dan una respuesta fehaciente: “De poco vigor o de poca fuerza o resistencia; que por flojedad de ánimo cede fácilmente ante la insistencia o el afecto; escaso o deficiente, en lo físico o en lo moral. Y ¿quiénes pueden ensamblar en el apelativo de “pequeñitos” ―y por tanto, débiles― en las congregaciones? Sin lugar a dudas, los recién convertidos (o todos aquellos y aquellas que han nacido de nuevo, esto es, que acaban de salir del “vientre materno” del Espíritu y que comienzan a tomar leche).

Entonces: ¿por qué un cristiano genuino no puede ver (sinónimo de entender, captar, discernir)? Porque es recién convertido; porque está empezando a ser en las cosas espirituales. Y yendo más allá o siendo más específicos: ¿por qué cristianos genuinos que asisten a congregaciones donde se les dice y enseña cosas equivocadas o donde se les estafa permanentemente no pueden ver? Porque son recién convertidos a los que se les ha estado alimentando mal (= no estar pidiendo a gritos el alimento nutritivo).

Pero todavía hay otro punto que se le puede sumar a esto, el cual también se desprende de uno de nuestros versículos clave: cristianos genuinos que ya días salieron del “vientre materno” del Espíritu, pero que no han dejado de ser niños.

El infantilismo: simpleza, candidez y credulidad

William Barclay, comentando el versículo de Hebreos citado arriba, dice esto al comparar la niñez física con la espiritual:

Hay personas que no han crecido en conducta. Se le puede perdonar a un chaval que se chupe el dedo o que coja una rabieta, pero hay muchos que tienen aspecto de adultos y muchas cosas de niños. Sería bueno que todos pudiéramos hacer nuestras las palabras de Pablo: “Cuando me hice mayor, dejé las cosas de niño”. Los casos de falta de desarrollo son patéticos; y el mundo está lleno de gente cuya vida espiritual se ha detenido. Dejaron de aprender hace años, y su conducta espiritual es la de un niño. Es verdad que Jesús dijo que el espíritu de un niño es la cosa más grande del mundo; pero hay una diferencia tremenda entre la auténtica actitud de la infancia y el infantilismo.3

El infantilismo remite, entonces, a la conducta de la persona, una conducta que no encaja con lo previsiblemente esperado de forma acorde a su edad. También remite a lo que se conoce como “síndrome de Peter Pan” donde la persona adulta muestra un deseo de libertad absoluta y de evitar obligaciones y compromisos. Y otra hipótesis lo termina uniendo directamente a la sobreprotección paterna:

Existen algunas hipótesis sobre los orígenes del infantilismo en los adultos (una de ellas es que las personas que tienen una infancia completamente despreocupada están predispuestas a este problema: los padres hacen todo por ellos, no les dan ninguna responsabilidad y son absolutamente críticos en relación con los niños).4

Atemos cabos ahora. Primero debo decir que, en lo particular, creo que todo esto aplica a muchos cristianos dentro del contexto general de iglesia que vivimos hoy. Cristianos que en algún momento de su vida creyeron en Jesús5 y comenzaron a beber leche. Y siguieron así (¿con la enseñanza del domingo solamente?), llegando a ser tan deliciosa ésta, que no la dejaron más.6 Luego escucharon de este “evangelio barato”, suave, y, por su forma de ser infantil (¿se recuerdan?: deseo de libertad, evitar obligaciones y compromisos, propiciado, muy posiblemente, por la “sobreprotección” ―sinónimo de no haber sido empujados a ser autónomos― de las congregaciones a las que han asistido), lo abrazaron, se sintieron a gusto con él (pues el niño ahora piensa una cosa y mañana otra, Efesios 4:14), y como son pequeños y débiles, es decir, con ingenuidad e inocencia espiritual, se pasan creyendo todo lo que los estafadores les dicen aun si eso es “evidentemente” opuesto al verdadero evangelio. En pocas palabras: su infantilismo (muy asequiblemente, combinado con su forma de ser personas) los convirtió en papanatas; o sea, en personas simples y crédulas o demasiado cándidas y fáciles de engañar ―según a como lo explica el diccionario.

Conclusión

De acuerdo con lo dicho, debemos entender que el “bebé espiritual” no nace con los ojos abiertos ni sale del “vientre materno” del Espíritu fuerte y pleno ya. La madurez es un proceso, una acción de ir hacia adelante con el transcurrir del tiempo que demandará diligencia y tesón por parte de aquel o aquella que comienza a ver, a caminar y a beber leche (“procura con diligencia…”), así como de aquellos de quienes depende en estas primeras etapas de su vida espiritual (“que usa bien la Palabra de verdad”).

De esto se desprenden algunas implicaciones cardinales para la iglesia. La primera, el espíritu es como el cuerpo: necesita alimentarse; y necesita hacerlo bien, de manera saludable, todos los días (autodidactismo), siempre. “Estudia constantemente este libro de instrucción”, le dice YHWH a Josué. “Medita en él de día y de noche para asegurarte de obedecer todo lo que allí está escrito. Solamente entonces prosperarás y te irá bien en todo lo que hagas” (1:8 NTV, cursiva del autor).

La segunda, el cristiano genuino se alimenta; siente la necesidad de “comer”, de sustentar el espíritu para que no se desnutra. Sí, es posible, como ya se dijo, que deje de hacerlo por un tiempo indefinido ―según el contexto individual de cada quien―, o que deje de hacerlo de forma saludable (dándole paso a la chuchería, a la fritanga, a lo antihigiénico) como secuela de lo anterior. Pero creemos que, por ser genuino, tarde o temprano se encarrilará, retomará la “dieta”. No por su propia iniciativa. Mas por la acción del Nutricionista de Dios que mora en él, a quien debe oír. Julie Schwab comenta lo siguiente: “En el Nuevo Testamento, Jesús se compara con un pastor, y declara que su pueblo, las ovejas, lo seguirán porque conocen su voz (Juan 10:4). Pero esas mismas ovejas huirán de un extraño o de un ladrón (v. 5). Como las ovejas, nosotros —los hijos de Dios— llegamos a conocer la voz de nuestro Pastor a través de nuestra relación con Él. Y cuando lo hacemos, vemos su carácter y aprendemos a confiar en Él”.

Y la tercera, el infantilismo y la credulidad son síntomas, manifestaciones reveladoras de una enfermedad que puede volverse crónica. Por lo tanto, hay que combatirlos. No solo por parte de aquel o aquella que nota ―es imposible no hacerlo― la señal o el indicio de algo que no está sucediendo en su vida ―ya no lee, no ora, no ayuna, no canta, no escucha música cristiana, no siente deseos de congregarse, de ayudar, de ser generoso―,7 sino también por parte de aquellos (maduros) que son llamados a discipular, a alimentar (“dadles vosotros de comer”), a apacentar a las ovejas y a velar los unos por los otros (Filipenses 2:4). “Si te oyere”, dice Mateo. “Has ganado a tu hermano”.

Para terminar, permítanme compartirles esta historia. Luego de un año de amistad-noviazgo a larga distancia con la que ahora es mi esposa, partí a su país para conocerla en persona y conocer su contexto cultural-social-espiritual del cual habíamos hablado cantidad de veces ya. Fue en ese proceso de entender, de advertir, de echar de ver que me topé con el infantilismo crédulo que ella padecía. Interesante, ¿no les parece? Pues una de las cosas que me confirmaron que ella era “la enviada de Dios” fue, precisamente, su contexto espiritual. Las bases estaban. Las doctrinas fundamentales también. El amor a Dios y al prójimo, los deseos de servir. Pero además la simpleza y la candidez y una idealización temeraria del líder que la llevaron (y llevó a la congregación) a ser presa del engaño. Era como si la palabra de este señor fuera la mismísima voz de Dios (algo que se cree sí o sí). El proceso de desidealización y de desifantilismo, entonces, no fue fácil, ya que al principio me miraba como un blasfemo que acusaba al señor de echar fuera los demonios por el poder de Beelzebú. Pero una vez que fue entendiendo, que fue escuchando, reflexionando y razonando su fe, en lo que había creído, la venda se le quitó (la acción del Espíritu, por supuesto), y yo, ¡bendito sea Dios!, había ganado a mi hermana.

Salomón Melgares Jr. es escritor, teólogo, informático y hondureño. Le gusta jugar ping-pong y el sabor de las galletas integrales mojadas en leche de soya. Actualmente reside con su esposa e hijo en la ciudad de Bandung, Indonesia.

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