man and boy walking on grass near fence

La relación padre-hijo nos ayuda a conocer al verdadero Dios

El 7 de octubre de 2010 mi esposa me dio la noticia y desde ahí empecé a percibir a Dios como Padre de una manera más real que la figura que yo almacenaba de Él en mi mente. La Biblia habla de que los hijos son una herencia del Señor (Salmos 127:3). Y, si bien es cierto, una herencia es entendida generalmente como un bien que se recibe, ésta tiene que ver también con el conjunto de caracteres o rasgos que, habiendo distinguido a alguien, continúan advirtiéndose en los herederos o continuadores. Lo que yo empecé a percibir de Dios fue precisamente esto último, es decir, que mi relación con mi hijo sacó —y continúa sacando— a luz esos caracteres y rasgos divinos que tienen que estar presentes en nosotros como hijos y en Dios como progenitor, no solo de la vida y la nueva vida, sino de la relación filial.

Todo esto nos lleva a una conclusión simple, pero a la vez esencial: que uno de los objetivos divinos implícitos en el proceso creativo y en la ostentación de roles familiares es que el ser humano entienda mejor a Dios como Padre y a él mismo como hijo. En otros términos: la relación padre-hijo terrenal es también un medio de revelación divino; algo que ha estado presente desde siempre, pero que se hizo íntegro y perfecto con Jesús (cf. Deuteronomio 8:5, Salmos 103:13, Mateo 5:48, 6:6 y 26, Lucas 6:36).

Muchas cosas se podrían decir al respecto. Pero aquí quiero resaltar únicamente aquellos eventos que, por su peculiaridad, me mostraron más visiblemente la imagen divina en mi relación con mi hijo.

Desde el punto de vista del Padre

Sacrificio

La pizza acababa de llegar. Por esos días me había encariñado con la de pollo en salsa barbacoa y mi hijo también. Pero él ya había comido. Así que la pizza personal que ordenara mi esposa era para mí solamente. Cuando el niño me vio abriendo la caja que tenía sobre las piernas, inmediatamente se me acercó y la olfateó con estilo. Luego me dijo: “Buen provecho, papi”. No me pidió. No se quedó junto a mí viéndola detenidamente y con ello demandando un pedazo. Simplemente se fue a ver televisión. Sin embargo, cuando estiré mi mano para comenzar a comer, incontinenti sentí el deseo de compartirla con él. “Al menos uno”, me dije. “Pues él ya cenó”.

Lo llamé entonces. Él vino casi al instante sin sospechar que lo llamaba para darle un pedazo de pizza. “Sí, papi”, me dijo. “Quiere un pedazo o ya está lleno”, le pregunté, viéndolo al rostro. Y ahí fue cuando noté un resplandor en él producto de la alegría que le produjeron aquellas palabras. “Claro; por supuesto”, exclamó, con una sonrisa de oreja a oreja. Entonces le indiqué, con un gesto de la cabeza, que tomara el pedazo que él quisiera. Luego me quedé reflexionando. La imagen de Dios apareció casi al instante. No por mi maniobra “pizzística”, sino por lo que Él siempre hace por nosotros.

Me explico. Dios quiere bendecirnos. Dice John Piper que Él, en cierto modo, está ansioso por mostrarnos su benevolencia. No espera a que nosotros vayamos a Él; Él nos busca, porque se deleita en hacernos bien. Dios no nos está esperando, nos está persiguiendo. De hecho, esa es la traducción literal de Salmos 23:6: “Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida”.1 Pero Él no solo quiere y nos bendice, sino que se sacrifica al hacerlo. El mejor ejemplo de esto es Jesús (cf. Efesios 1:3-6). Nosotros no le pedimos un camino de salvación. Reconociendo que necesitábamos uno, e incluso queriéndolo, nos conformamos a la situación pecaminosa y terrenal que teníamos. Dios nos llamó entonces, y nos dijo: “Toma un pedazo de mi carne, el que tú quieras, y bebe un poco de mi sangre”. Por amor. Porque somos importantes para Él. Porque como todo buen Padre, el ser amado está siempre presente en su mente y corazón.

Disciplina

Esta era más de la tercera vez que desobedecía y yo supe que era necesario la disciplina. El punto culminante fue este: cada una de las veces anteriores le llamé la atención con buenas palabras, explicando, dando razones, llevándolo a reflexión, pero él siempre decidía continuar aferrado a su teléfono. Lo que pretendía hacer era provocar que en su mente él entendiera el mensaje, y en su corazón decidiera ponerlo en práctica de una manera voluntaria, no obligada o mecánicamente. Sin embargo, ninguna de esas cosas sucedió y me fue necesario subir al siguiente nivel. Aquí quiero confesarles algo: no quería hacerlo, es decir, no quería disciplinarlo porque sabía que era algo que nos dolería a los dos. No obstante, como dijera C. Merriam: el pecado imperdonable hubiera sido no proponer nada, cuando la acción era imprescindible.

Lo llamé entonces. Él se acercó con la cabeza encorvada, porque anticipaba la razón de mi llamado. Le expliqué, en tono serio, que cada decisión que uno toma acarreará alguna consecuencia, buena o mala. “Y la que usted tomó no es la excepción, hijo”, le adjunté. “Si bien es cierto, siempre podrá usar el teléfono, ya no será con libertad o a su antojo. Ahora habrá un horario. Habrá un tiempo de uso. Ahora habrá limitaciones”. Luego de ver cómo aquello lo sacudía al grado de querer derramar lágrimas —algo que, obviamente, me sacudió también a mí—, empecé a ver la imagen divina implícita nuevamente en aquel escenario; una imagen, valga la aclaración, que muchas veces pasa encubierta.

Me explico. La imagen de Dios que generalmente se ve cuando se trata de disciplina es la de la severidad, al fiel estilo policía, o la de un juez corrupto que está listo para castigar al que es inocente (o sea, una imagen de disciplina humana), pero nunca la de un padre que perfectamente está obrando por amor. Y la perfección radica en que Él sabe qué es lo mejor para sus hijos (Mateo 7:11). Por eso siempre hablará con buenas palabras, explicando, dando razones pertinentes, llevando a la reflexión con la información adecuada y con las fuentes adecuadas. “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza”, dice Santiago (1:17). Y que le duele a Dios si eso bueno es la disciplina, por supuesto que le duele (cf. Lucas 19:41-42 y Juan 11:32-36)2. Pero nosotros no podemos percibirlo, porque nos creemos inocentes y dignos del mimo y la tolerancia únicamente. ¡Lo damos por sentado! Eso es lo que encubre su verdadero rostro.

Desde el punto de vista del hijo

Imitación

Uno de los aspectos que más me llaman la atención de mi relación con mi hijo es el de la imitación. Él constantemente está buscando hacer algo a ejemplo o semejanza mío. Ya sea en la forma de hablar, de caminar, de hacer las cosas, constantemente lo encuentro esforzándose por hacerlo igual o según mi estilo. El otro día me dejó perplejo su imitación en una forma particular de hablar el idioma local (indonesio) que suelo usar por diversión. ¿Qué es lo que hago? Le agrego una “e” al final de la última palabra de la frase. ¿Y cuál fue mi sorpresa? Que escucho al niño haciendo lo mismo en su forma de hablar; es decir, imitando la acción e incorporándola a sus propias palabras, no copiando las palabras a las que yo les he incorporado la “e” y que él me ha escuchado decir. Esto, por supuesto, trajo a mi mente, una vez más, el contexto divino.

Me explico. Para que mi hijo pueda imitar lo que hago o digo tiene que haber una convivencia, una relación. Él no podría hacerlo —ni se le quedaría grabado en su mente— si no me conociera, o si solamente me escuchara agregar la “e” una vez o con una frecuencia prolongada entre una acción y la otra. Pero también debe haber confianza y amor para que el deseo de imitar se consolide. Ese deseo, entonces, no brotaría si pensara que me puede molestar que él haga lo mismo que yo o si su sentimiento estuviera puesto en otro lugar al cual le acomoda todos sus sentidos con prioridad. “Respondió entonces Jesús, y les dijo: De cierto, de cierto os digo: No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente… [Por eso] os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (Juan 5:19; 15:15). Entre más conozcamos a Dios, y entre más nos relacionemos con Él y le amemos y confiemos en Él, más brotará en nosotros el deseo de imitarle, esa fue la conclusión que me maravilló.

Credulidad

Uno de los versículos que más me gusta de la Biblia es el que habla sobre ser como niños. Literalmente dice así: “De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). La credulidad, entonces, es una característica de ese “ser niño”. El sociólogo y psicólogo, Alfonso Durán, dice lo siguiente: “Los niños son crédulos por naturaleza. No podría ser de otra manera. Llegan a este mundo sin saber nada, y están rodeados de adultos que, en comparación, lo saben todo”. Luego, en el siguiente párrafo: “Pero esto tiene un inevitable y lamentable efecto secundario. Si nuestros padres nos dicen algo que no es cierto, también nos lo creemos”.3

Esto lo he comprobado un par de veces con mi hijo. “Papi”, me dice el otro día. “¿Ya jugó PESCC (juego de futbol donde se coleccionan cartas de jugadores)?”. “Sí”, le respondí. “Me saqué a Messi”. “Oh”, exclamó, bastante emocionado. “Mami, mami, papi consiguió a Messi, papi consiguió a Messi”. Obviamente, aquello no era verdad, pero el niño no necesitó de ninguna confirmación para creerse lo que le había dicho. Por eso Dios quiere que seamos como niños, para que creamos en Él sin necesitar confirmación (o sin requerir señales o algún otro ejercicio milagroso que nos impulse la confianza). “Cuando conoces la naturaleza de Dios (es amor, vida, perfecto, fiel, verdad, santo, misericordioso) no cuestionarás sus decisiones y motivos; puedes confiar en Él, puedes confiar en que lo que Él promete lo cumplirá”, escribió, acertadamente, alguien antes que yo.

Necesidad

El diccionario define la palabra “necesidad” como un impulso irresistible, como aquello a lo cual es imposible sustraerse, faltar o resistir. En cierta forma, algo de esto lo he podido ver en el comportamiento de mi hijo hacia mí. Constantemente me está buscando. “Papi, tal cosa; papi, esto otro”. Muy a menudo quiere estar junto a mí. Si ando caminando, se me anexa. Si me siento en una silla diferente a la que él está usando, se levanta para sentarse a mi lado. Siempre quiere contarme lo que consiguió en los juegos, lo que le sucedió en la escuela, o enseñarme lo que está haciendo. Pero sobre todo busca mi aprobación. Ver el destello en su rostro cuando le digo “excelente; buen trabajo” y percibir la alegría que le causa que le dé por bueno lo que hace y que lo declare competente es algo que no tiene precio —como dice el anuncio. Y de nuevo, la repetición de todo esto trajo a mi mente el contexto paterno-divino.

Me explico. Una vez leí un pensamiento que decía lo siguiente: “Cuando decimos que confiamos en alguien es porque conocemos a esa persona, y es porque hemos pasado tanto tiempo con ella, que llegamos a conocer sus reacciones, su perspectiva, y su corazón”. Nosotros siempre decimos que confiamos en Dios. Pero, ¿verdaderamente hemos pasado —o estamos pasando— mucho tiempo con Él? ¿Sentimos esa necesidad? La palabra “mucho” no solo remite a la abundancia y a exceder a lo ordinario o regular, sino también a la intensidad (mucho deleite, por ejemplo). ¿Estamos nosotros experimentando esto en nuestra relación con nuestro Padre Celestial? ¿Queremos buscarlo, llamarlo, contarle todo, sentarnos a su lado, buscar su aprobación y sentir con ello gozo, deleite y satisfacción y que nuestro rostro se ilumine al escucharle decir “bien, buen siervo y fiel”? Seguramente, Él no se incomodará si lo hacemos. Más bien estará de acuerdo en que es algo único que no tiene precio.

Conclusión

En el título del artículo decíamos que la relación padre-hijo nos ayuda a conocer al verdadero Dios. Pero, ¿por qué verdadero? Porque generalmente tenemos conceptos errados e imágenes distorsionadas de Dios en nuestra mente que necesitan ser cambiados.

Dios, ante todo, es un padre que ama entrañablemente a sus hijos. “En esto consiste el amor —escribe el apóstol Juan en su primera carta a las comunidades cristianas de Asia Menor—: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros” (4:10). También es un padre que se sacrifica, que oye cada suspiro, que siempre da lo mejor, y que conserva a sus hijos en su ser, sosteniéndolos y dándoles vigor. “Ustedes tienen como Padre a Dios que está en el cielo —dice la Biblia—, y él sabe lo que ustedes necesitan” (Mateo 6:32b TLA). Y es, además, un Padre que se goza con sus hijos, que le encanta su compañía, que le busquen, que le imiten, que le cuenten sus cosas, que le crean, que le pidan incluso, así como se siente orgulloso cuando éstos siguen sus consejos y directrices, no por vanidad, sino porque es lo mejor para ellos. “El Señor se deleita en los que le temen —escribe el salmista—, en los que ponen su esperanza en su amor inagotable” (Salmos 147:11 NTV). ¿Acaso no es este el amor más grande y fidedigno que pueda existir? Por eso Él nos dice hoy: “Deténganse un momento, y conozcan que yo soy Dios… su Padre.

Salomón Melgares Jr. es escritor, teólogo, informático y hondureño. Le gusta jugar ping-pong y el sabor de las galletas integrales mojadas en leche de soya. Actualmente reside con su esposa e hijo en la ciudad de Bandung, Indonesia.

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