grayscale photography of man surrounded by flock of pigeons standing on street

Amor en tiempos de pandemia

Con una taza de café en la mano, a través de la ventana y viendo el transcurrir de una de las calles de Bogotá, me dio por observar el comportamiento del amor en tiempos de pandemia. Aclaro que no soy psicólogo, ni sociólogo; pero el detenerme a contemplar el fenómeno en las personas me llevó a escribir esta breve reflexión. Hombres y mujeres van de un lado a otro, en sus ojos –que es lo único que se logra apreciar- se ve cierto recelo y angustia al no saber en quién o en dónde se encuentra el dichoso virus. Con la cabeza agachada, centrados en sus objetivos, rompiendo con la poca amabilidad y cercanía que existía en esta gran ciudad, se ve a los transeúntes desconfiar hasta de su propia sombra. Si antes no se les daba un mínimo de respeto a los habitantes en situación de calle y los mendigos, ahora menos; se rechazan de manera indiscriminada, se ven como el canal de contaminación, ¿qué tal que estos “sinvergüenzas” me terminen contagiando? 

Hoy la ciudad es un eterno mar en el que no todos estamos en la misma barca, me explico: hay quienes tienen remos, salvavidas, hasta lanchas privadas, pero hay quienes solo tienen sus brazos para nadar, reman con todas sus fuerzas sin saber cuándo sus cuerpos se hundan y tengan que naufragar. Este último es el caso de padres y madres que tienen que salir a buscar el sustento diario, con tapabocas elaborados en casa y sintiendo el bostezo de sus hijos, se exponen al enemigo silencioso aun con riesgo de su propia vida. Pero acaso, ¿no es esta la máxima expresión del amor? Cuando Jesús dice que no hay amor más grande que dar la vida por sus amigos (Cf. Jn. 15,13) se refiere a estos actos de amor desinteresado, un amor que es capaz de arriesgarlo todo; aquella sintonía que se da en lo más profundo del ser y que a sabiendas de los riegos existentes se expone no por necio capricho, sino para no escuchar el grito famélico de sus hijos y familiares, ese llanto que traspasa el corazón de Dios: tengo sed. 

Sed de justicia, sed de igualdad, sed de cercanía y amor; pero también sed física, hambre, angustia por no saber qué se va a comer, la despensa está vacía y el estómago no comprende que estamos en pandemia. El deseo de poder, existente en cada uno y que hemos tergiversado hasta el punto de destruir el proyecto de Dios para con la humanidad, nos tiene encerrados. Los intereses económicos, de riqueza desmesurada, de egoísmo ilimitado y de soberbia inflada nos han hecho encerrarnos en nosotros mismos, oprimiendo a los más débiles, los frágiles, los predilectos de Dios. Nadie duda que ellos necesitan de nuestra ayuda, pero raramente estamos dispuestos a ofrecer parte de nosotros mismos para hacer un mundo más justo y más humano. 

Sin tapabocas, con un costal lleno de reciclaje pero con la mirada puesta en el horizonte, un hombre alto, con cabello largo, algo sucio y maltratado por la vida se dirige a las personas para pedir una limosna. Mientras se me retuercen las vísceras al ver el desprecio y los insultos que recibe por parte de algunas personas, me pregunto si no estaré siendo cómplice de los graves atropellos a la dignidad de Hijos Dios. A través de mi ventana y sentado en un cómodo sofá puedo juzgar a los de afuera sin darme cuenta de que soy igual de destructor al que humilla a este pobre hombre. Qué lástima que nos hayamos quedado en la parte de que no hacer daño es suficiente, qué doloroso que no hayamos comprendido que la misión de Jesús es ir más allá: ayudar, cuidar, sanar y que también seremos juzgados por nuestra incapacidad a la hora de hablar y defender a los más débiles.

Es en este punto donde me pregunto: ¿qué estamos haciendo en esta pandemia por los enfermos? Estos hombres y mujeres que postrados en una cama, sentados en una silla, conectados a una máquina o sencillamente abandonados en el cuarto donde no llega ni la luz experimentan la soledad, la tristeza, la angustia y el dolor del abandono. Aquellos a los que el mundo, la sociedad e incluso la misma religión han marginado y rechazado por mucho tiempo, hoy se sienten olvidados. Y no hablo acá de los enfermos de COVID-19, a los que las instituciones vigilan constantemente para controlar la pandemia y evitar los contagios masivos, ellos de alguna manera tienen la cercanía (aunque interesada) y la preocupación de los entes de control. 

Los que me duelen y en los que estoy pensando, son aquellos que están en casa con los llamados diagnósticos por enfermedad catastrófica, hombres y mujeres por los que nadie se preocupa, aquellos que simplemente están esperando que llegue la hermana muerte a visitarlos. Antes de la pandemia ellos ya estaban solos, se sentían solos, lloraban solos; los predilectos de Dios anhelaban la cercanía, el cariño, el calor y el amor de Jesús por medio de la comunidad cristiana. Ahora bien, sería irresponsable de mi parte decir que todos los enfermos viven la misma situación, hay por supuesto familias en las que reina el cariño para con estos seres frágiles, son pequeñas comunidades de amor en las que se ha entendido que independientemente del valor que el mercado o el mundo le pueda dar al enfermo, ellos valen en su dignidad de Hijos de Dios. A estas familias y personas les quiero dar las gracias por ser presencia del Buen Samaritano para con el mundo que sufre, por ser continuidad de la misión sanadora de Jesús.

Y, ¿qué decir de los enfermos en los hospitales? Aquellos edificios grandes, algunos majestuosos, con altas tecnologías, con personal capacitado, pero fríos en esencia. Aquellas construcciones en las que reina la tristeza, la angustia y en las que la muerte se pasea cual soberana de casa. Multitudes de personas se trasladan por sus pasillos: enfermos, familiares, camilleros, médicos, enfermeras, nutricionistas, fisioterapeutas, personal de aseo, vigilantes entre otros. Todos ellos con el firme objetivo de ayudar a superar la enfermedad, aquella desconocida visita que irrumpe en la vida sin pedir permiso y se lleva por delante lo que encuentra a su paso. 

Hoy más que nuca valdría la pena pensar la imagen de la Iglesia como un hospital de campaña, un lugar en el que todos los cansados y agobiados por el camino vienen a ser curados de sus dolores y angustias, un espacio en el que se vive el amor de Dios en medio de la humanidad. Lejos de pensar en una comunidad de cristianos excluyente, autoritaria y jerárquica estamos llamados a aunar esfuerzos para hacer frente a tanto dolor y sufrimiento. Hoy más que sermones condenatorios necesitamos manos solidarias, pies dispuestos a moverse de su comodidad, corazones capaces de compadecerse del sufrimiento del otro, labios que anuncien la alegría, la paz y el gozo del resucitado. El mandato de amar al Señor con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente y amar a tu prójimo como a ti mismo (Mt. 22, 37) exige una aplicación en medio de la pandemia.

La humanidad agobiada y doliente reclama la presencia de Jesús para compartir su mensaje de esperanza, no desde discursos bien elaborados y cargados de citas bíblicas sino desde la cultura del encuentro y la cercanía; desde la visión de aquel Abbá (papá-papito) que no se queda inmóvil ante el sufrimiento del hombre sino que sale a su encuentro para rescatarlo de la inmundicia en la que se halla inmerso. Los enfermos, los padres y madres que salen a rebuscarse, los habitantes en situación de calle, los mendigos, los ancianos ansían que el amor de Dios se acerque a cada uno de ellos y que no quede en el ideal de que para poder experimentarlo es necesario esperar la vida futura. Es hoy, donde como comunidad de cristianos debemos prestar nuestro ser a la construcción del Reino de Dios, es ahora donde debemos salir de nuestras comodidades para gritarle al mundo que Dios es amor (1 Jn. 4,8) y que se manifiesta en las circunstancias más difíciles de la historia humana. En medio de la coyuntura histórica, somos interpelados a testimoniar con nuestros actos, palabras y hechos que la historia de la salvación continúa aquí y ahora. En cada padre que sale a buscar el sustento, en cada madre que cuida, en cada niño que sonríe, en cada médico que cura, en cada enfermera que acaricia, en cada vigilante que ayuda, en cada voluntario que escucha, en cada uno de nosotros está la gran misión de continuar la obra sanadora de Jesús. 

El auténtico amor, tal como lo presenta el Evangelio, se distancia de muchas de las telenovelas o series televisivas en tanto no terminan en el ideal común de felicidad. La entrega supone abnegación, no es un camino colorido, mucho menos un pergamino de felicitaciones, es más bien una aventura solitaria, dolorosa pero satisfactoria que puede terminar con la propia muerte. Sin embargo, esta se presenta como la ocasión perfecta para paliar el sufrimiento y el dolor. Mientras esperamos la vacuna contra el COVID-19 no podemos estar mirando al cielo a que aparezca un rayo que destruya el virus y nos saque de la noche oscura en la que vivimos, es preciso estar con los ojos abiertos a las necesidades de los más necesitados y prestar nuestra existencia para que Dios, haciendo de nosotros un instrumento, conduzca a tantos hermanos necesitados a la plenitud en Él. No quiere decir que seamos irresponsables en las medidas preventivas, que no busquemos cuidarnos y de paso cuidar a los demás, que no tengamos el mínimo de precaución, que descuidemos la salud del cuerpo. Se trata más bien de comprender que a esta compleja realidad, no le podemos hacer frente de manera egoísta e individual, es necesario aunar esfuerzos y construir desde la diferencia una auténtica comunidad que tenga como finalidad llevar a hombres y mujeres a participar de la vida misma de Dios. 

Aunque no todos tengamos los mismos recursos y no esté en nuestras manos hacer los cambios estructurales que el mundo necesita, no podemos estar echándoles la culpa a los demás sin estar dispuestos a mover un dedo para hacer un mundo más justo y humano. Retomando la imagen de la barca, es cierto que hay unos que pueden ayudar más que otros, ellos pueden poner sus recursos al servicio de los que están a punto de naufragar y rescatar a los que están cansados de luchar. Pero no es menos cierto que no hay nadie tan pobre que no tenga ni siquiera una palabra de aliento para dar, un minuto para llamar, una acción de gracias para motivar. Hoy no podemos darnos abrazos, la cercanía está casi que prohibida, el encuentro con los otros se ha visto seriamente limitado, sin embargo, no podemos excusarnos y bajo este pretexto ser indiferentes ante el sufrimiento y el dolor de los demás. Hoy nuestro corazón debe arder por la fuerza del amor, desde nuestra pequeñez y nuestras limitaciones estamos obligados a prestar nuestra vida a Dios para que Él, cual sabio escritor, siga trazando caminos de amor y salvación.

Teológo católico, facilitador en áreas de pastoral de la salud, counseling y relación de ayuda. Amante de las letras, cristiano convencido de que es posible un mundo mejor. Bogotá, Colombia.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *