He tomado días que ya parecen horas y minutos que se han ido como siglos pensando qué escribir. De nuevo me encuentro con esta pregunta y han sido tantas las veces que ya no recuerdo cuántas. Déjà vu. He decidido no confeccionar un escrito dónde vaciar todo lo que he hilado a la luz de los libros que he leído sobre el tema. No obstante, “a la puerta aguarda el pecado” como afirmaba rabbi Yehudá, recordando en el Talmud a Génesis 4,7.1 La tentación de escribir con graves palabras prestadas es grande. A pesar de todos mis esfuerzos, a duras penas puedo contener la turba de autores que se presentan a mi puerta, insistiendo en ofrecer su ayuda: Agustín, Strauss, Schweitzer, Kähler, Bultmann, Kasper, Schillebeeckx, Moltmann, Theissen, Crossan, Sanders, John P. Meier, N.T. Wright, James D.G. Dunn… De todos he aprendido mucho. Pero no quiero partir desde ninguno de ellos, sino desde mí mismo. Por eso me repito con valentía y algo de incertidumbre, la pregunta: ¿quién es Jesús?
Sin embargo, y de acuerdo a lo dicho desde el inicio, no quiero hablar sobre ni desde los libros que he leído. Ya renuncié a ofrecer un balance de los cerca de 300 años de investigación sobre Jesús que planeaba exponer en este ensayo. Ahora, sólo deseo hacer una invitación y una interpelación, como pago de la deuda contraída con esta biblioteca dedicada a Jesús. Deuda que me sigue asediando. Pero antes, una captatio bene: sea el lector indulgente, ya que tal vez se sonroje irritado o se sonría ante mi debilidad, porque había prometido luchar, con tenacidad espartana, contra la turba de intelectuales que se agolpa, cada vez con más vehemencia, a las puertas de mi mente y espíritu, amenazando con hacerse a mi pluma y el control de estas líneas. Comienzo a pagar mi deuda.
Primero, entonces, la invitación. Contrario a lo que se piensa y dice, los libros escritos por historiadores que se orientan por la pregunta ¿quién fue Jesús? son realmente valiosos, útiles y agradables. Ellos son búsquedas honestas por entender en sus propios términos y mundo mental, social, político y cultural al profeta galileo. Entre ellos, uno realmente ha sido escrito con un espíritu dionisíaco, apolíneo y prometeico: el Jesús de Nazareth de Günther Bornkamm, publicado hace 58 años.2 No recomiendo los tres volúmenes que llevan el mismo título escritos por Joseph Ratzinger.3 Y lo hago sencillamente porque ellos no están orientados por la pregunta ¿quién fue Jesús? No desdigo de su valor, que ciertamente lo tienen. Es sólo que, por mucho valor y autoridad que puedan serles concedidas, no dejan de ser lo que son: dos extensas homilías —y si se quiere ser generoso entonces digamos también que críticas— escritas con espíritu agustino que juntas reúnen más de 800 páginas, y que discurren a la luz de la pregunta: quién es Jesús para mi vida devocional. Y si realmente este es el tipo de lectura que interesa, entonces recomiendo dejar de lado la literatura light y los pasquines aderezados con títulos en letras doradas, púrpuras y escarlatas en alto relieve que se venden en supermercados y librerías cristianas, y cambiarla no sólo por los libros de Ratzinger, sino incluso por el sencillo y ameno librito de Albert Nolan.4 Este librito que, contrario a lo ofrecido en su subtítulo que sugiere una búsqueda sobre el Jesús de la historia, realmente es una valiosa homilía social sobre Jesús y su significado para el tercer mundo. No en vano Nolan es un importante representante de la teología de la liberación. Pero si de gustos se trata —y aunque no se me ha preguntado por los míos— diría que de estas tres lecturas a las cuales he invitado, me quedo con el bello libro de Bornkamm. De todas formas, tanto Ratzinger como Nolan, y sobre todo este último, lo toman como modelo, haciendo sus reflexiones y aplicaciones a partir de él.
Segundo, una interpelación. Estoy persuadido que la pregunta directriz en estos tres siglos de búsqueda de Jesús ha sido mal formulada. Se inquiere por un fue: ¿quién fue Jesús?, como si éste fuese un hecho objetivamente reconstruible. Se olvida que la historia es todo menos algo absolutamente objetivo. Torso mutilado. La historia es una construcción de perspectivas que se entrecruzan y las intenciones que las halan. No existe un ser humano objetivo o enteramente neutro; tampoco un fenómeno histórico o hecho totalmente subjetivo. Ambos, lo subjetivo y lo objetivo, coexisten.5 Y aunque Kähler había notado la imposibilidad de la pregunta, y en esto está su mérito, su solución fue todo menos adecuada. Ante nuestra incapacidad de realizar una reconstrucción histórica completamente objetiva de Jesús, no es de ayuda la disyuntiva teológica, “Cristo de la fe” o “Jesús histórico”.6 Muchos son quienes han seguido a Kähler en este punto, pidiendo ante lo historisch que se vuelva a definir a Jesús sólo desde su valor presencial permanente en la fe. Este es el caso de Bultmann y su poco afortunado y peor comprendido proyecto de desmitologización del nuevo testamento.7 Afilar el lápiz de la propia hermenéutica y entender a Bultmann desde Bultmann, así como lo hizo Barth, su gran contradictor.8 De todas formas, el fallo de Kähler y Bultmann no estuvo en su objetivo, que fue invitar a aceptar a Jesús como una realidad que habita en e interpela al corazón humano, sino en su método y punto de arranque: seguir partiendo de la misma pregunta mal formulada: ¿quién fue Jesús? Como si esta pregunta la pudiera responder alguien de este mundo sublunar, habitado por inteligencias sensible atrapadas en su presente, ignorantes de su pasado y aterradas por el futuro. Parecer lobos que aúllan de terror al mirar la luna; humanizarse mirando al firmamento nocturno, asunto de poseer la identidad correcta.
Pero la realidad es otra: ni historiadores bíblicos, ni teólogos, ni predicadores, ni siquiera los místicos pueden responder a satisfacción a dicha pregunta. Mejor es formularla así: ¿quién podemos decir que fue Jesús, de acuerdo con los fragmentos extraído de las arenas del olvido histórico? Deseo agregar: la fe también es un dato histórico objetivo. El impacto que Jesús creó en sus seguidores y que éstos tuvieron sobre la segunda generación de creyentes, que es la que escribe el Nuevo Testamento —a excepción de las cartas de Pablo— no se puede subjetivizar hasta atomizarla. Aquí se equivoca Strauss.9 La fe también construyó la historia de Jesús y posee un valor histórico grandísimo. Tiene razón Dunn al resaltarlo en sus valiosísimos libros.10 Deuda pagada.
Vuelvo al interrogante titular: no ya quién fue, sino quién es Jesús. Este es de la pregunta, me remite a mi existencia en cuanto cuestionada por la existencia de Jesús. Recuerdo que anuncié mi propósito desde el inicio: deseo abordar este interrogante por mí mismo. Mi existencia es interrogada por esta pregunta a través de muchas vías: los evangelios, la moderna investigación sobre Jesús… pero también en mi consciencia de mí mismo. Mi “mismidad”. El clarísimo yo del cual Agustín hablaba, aquel que no confunde sus actos y potencias con su ser.11 Estoy convencido de que en su presencia ante mi presencialidad está la respuesta a la pregunta quién es Jesús. Aclaro, no entiendo mi yo como algo “inter” – personal. Mis relaciones con otros yo se dan a través de mis afecciones, no a través de mi ser, quien es proyectado e introyectado por medio de éstas. No confundo mi ser con mi sentir. Por el contrario, mi yo es “intra” – personal: es mi ser ante el espejo de mi ser.
La pregunta quién es Jesús es como el reflejo de un espejo en otro espejo: especula ad infinitum. No sé si hayan presenciado alguna vez ese fenómeno óptico. Mirar en un espejo que está frente a otro espejo. Laberinto de refracciones. En últimas, me doy cuenta que yo soy el espejo donde se proyecta esa imagen de Jesús y entonces acontece el milagro: yo, la superficie reflectante, me transformo en la imagen reflejada. En este momento recuerdo a Pablo, cuando escribe en Gálatas 2,20: “pero vivo… no ya yo, sino Cristo vive en mí”.
Termino respondiendo con la sencillez babélica de una consciencia reflejada en un laberinto de imágenes: ¿quién es Jesús? Él es en quien me estoy convirtiendo, quien me está habitando, habituando a sus formas, sus gestos, su mente y su corazón. Esa imagen que, reflejada en mi espejo dialoga con el infinito de imágenes a las que da vida por fuerza de refracción, está transformando y apropiándose de esta imagen en la
que es reflejada. Jesús es Sebastián, en tanto y cuanto Sebastián sea imago et similitudo, espejo de Jesús. Jesús no es Sebastián fracasando, batido por sus pecados, dudas y miedos; éstas son las distorsiones refractadas en el laberinto de imágenes. Minotauro temeroso.
Jesús es en quién me estoy convirtiendo. Tanto más y de forma más perfecta en cuanto su imagen se reproduce más en mi imagen. En este diálogo de imágenes, hablado en el dialecto del arquetipo, puedo decir: ya no soy yo quien vive en mí… Jesús es Logos, imagen y palabra que el Padre pensó y pronunció cuando me creó.
Papá de Immanuel y Tobías, esposo de Biviana, católico y teólogo. Profesor en dos universidades y miembro de varios grupos de investigación.
En tanto se sea, imago et similitudo, se es, Jesús, y una de tantas imágenes, refractarias, es la que más se acerca a la realidad, mientras realmente dejemos que él seas tú y tú seas él. Y no es cuestión de fe, son los actos los que nos llevan a mirarnos en el espejo.