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Unorthodox: La cuerda del violín y lo que pide Dios de mí

Dios pedía demasiado de mí. Escuché la frase como un escopetazo o una metralla. O quizás como un gran silencio doloroso. La pequeña mujer que la pronunció encarna a la escritora Deborah Feldman en la serie Unorthodox. En su libro Feldman relata cómo fue crecer en el seno de una comunidad judía ultraortodoxa jasídica en el barrio de Williamsburg, Nueva York.

Dios pedía demasiado de mi. Esa fue la respuesta de Esty, o Ester cuando le preguntaron por qué había huido desesperadamente de su comunidad. La frase me golpeó como si alguien me la hubiera lanzado a la cabeza con una fuerza estrepitosa. ¿Qué tenía esa frase que tanto me dolió al escucharla? ¿Por qué parecía estar más cargada de pólvora que de palabras y letras? No era una frase inocente. Era una frase culpable, asesina, letal.

¿Qué es lo que pide Dios? ¿Pide algo? ¿Realmente? ¿Necesita algo Dios? Quien pide es un necesitado y alguien que pide mucho es un gran necesitado ¿Es Dios un mendigo pedigüeño que carece de todo lo que nosotros podemos darle? ¿Es un banquero que practica la usura y abusa de los pocos recursos que podamos generar para engordar su poder? ¿Es Dios una especie de Robin Hood que necesita quitarnos lo que nos “sobra” para dárselo a los más necesitados?

Para Esty Dios pedía demasiado. Ser una mujer sumisa, silenciosa, obediente, abandonar la música, quedar embarazada, aún cuando le era imposible. Sonreir, amar sin amar, servir sin ganas, obedecer sin convicción, rezar al vacío, confiar sin confiar, creer sin creer, rezar palabras huecas y forzarlas en su alma como cuando nos hemos quedado sin clavos y no nos queda mas remedio que echar mano de un tornillo cualquiera. Lo tomamos, lo colocamos sobre la madera y lo golpeamos frenéticamente con el martillo para que entre tortuosamente, al menos un poco, ¿Un poco más? ¿La mitad? ¿Torcido? ¿Se romperá la madera? ¿Abortamos la misión? ¡No, tenemos que poder porque Dios nos ha pedido lograrlo!

Pero la experiencia dentro de una comunidad ultra ortodoxa hasidica no es única, con todo y sus particularidades. Un sinfín de grupos religiosos hacen un uso desmedido de las reglas, leyes y prescripciones de su particular creencia. A ellas les llamamos “legalistas” y con una mayor significancia “fundamentalistas”.

En mi novela “Mysterium Salutis”, de reciente publicación, rastreo una especie de línea genealógica de varias de esas manifestaciones en el mundo cristiano, vertiente protestante y evangélica. Las reglas, lo que Dios pide o demanda de cada persona, de cada comunidad, lo que “nos diferencia” del mundo y de los “mundanos”, lo que nos hace ver que somos los “elegidos”, los “santos”, los “justos”. Vale decir que Hasid, en hebreo, significa justo y la comunidad hasídica de Esty se considera, hasta el día de hoy, la única justa o justificada delante de Dios. Pero ese fenómeno de excepcionalismo religioso, una vez más, no es exclusivo de los habitantes del barrio de Williamsburg en Nueva York o de Mea Shearim en el norte de Jerusalén. Muchas comunidades cristianas se consideran las únicas depositarias de la verdadera ortodoxia, de la “sana doctrina”, de la maravillosa escogencia divina que, por gracia para ellos, los eligió incomprensiblemente por sobre el resto de los mortales, a quienes Dios no eligió y de quienes se deben separar para no pecar contaminándose.

No existen demasiadas diferencias entre las comunidades “ultras” de los judíos, los cristianos, los musulmanes y otras religiones. Separación del mundo exterior, abstinencias de todo tipo: No escuchar música que no sea la propia, no leer libros que no respondan a su propia visión de Dios y del mundo, no ir al cine, no vestir de cierta manera, no bailar (excepto si es para Dios en el contexto de una celebración litúrgica), no casarse con personas que no sean parte de la comunidad de iguales, no utilizar internet ni asistir a escuelas, universidades o academias que no formen parte de su comunidad religiosa y un muy largo y creativo etcétera.

La vida de Esty puede repetirse innumerables veces en una iglesia evangélica en Costa Rica, en una comunidad musulmana en Berlín o en una sinagoga en Manhattan.

Dios pedía demasiado de mi. Es una frase que puede encajar de manera violenta en millones de personas de todas las etnias y espiritualidades. Cada una de estas comunidades “ultra” suelen acentuar su demanda violenta y con encono -en nombre de Dios- sobre las mujeres. Ellas son las que sufren más bajo las interpretaciones de inferioridad, sumisión, silencio y obediencia ciega. Su propósito en la vida es hacer feliz al marido, procrear y criar, cocinar, limpiar, dar placer pero no sentirlo ni desearlo, ofrecerse sin recompensa alguna a la iglesia, a Dios, al marido y a sus hijos y ser agradecida por la vida y con Dios por la suerte de ser elegida como parte de una comunidad de santos a los que Dios ama más que a las demás personas del planeta.

¿Qué pide Dios de nosotros? ¿Realmente podemos separar lo que pide Dios de lo que pide la comunidad religiosa? ¡Debemos hacerlo!

Pensemos que somos como una cuerda de violín. El violín es nuestra comunidad religiosa y el violinista es nuestra religión. Nosotros solo somos una cuerda en el violín y el violín solo es un instrumento de la religión, pero ¿Dónde está Dios? La cuerda no es Dios, el violín solo es un instrumento religioso y el violinista una religión. Ninguno es Dios. Pensemos ahora que el violinista forma parte de una orquesta, ahora el violinista solo es uno más dentro de un número enorme de otros músicos que tocan una partitura diferente cada uno pero que en conjunto construyen una sola sinfonía. Ni la viola, ni la trompeta son Dios, ni el trombonista ni el cellista son Dios. ¿Dónde está Dios?

No olvidemos que nosotros somos solo esa cuerda del violín, de uno solo de los violines. Nuestro violín es diferente al resto, no existe ninguno igual. Pero, aunque fueran exactamente iguales todos los violines, no existen dos dedos iguales en el planeta. Ni manos que se muevan de la misma manera ni yemas que cubran la cuerda con la misma firmeza o ligereza. Por lo tanto, todas las cuerdas sonarán diferente, aunque pretendan ser iguales. Será imposible, será una misión mortal. La yema que oprime a la cuerda le exige sonar de cierta manera, la cuerda vibra con toda su alma, la mano se coloca en arco, el brazo en ángulo perfecto, el cuello firme y la mandíbula rígida sosteniendo el violín. Cada músculo y cada hueso se mueven de maneras específicas e irrepetibles para que la cuerda vibre igual que las otras. Pero es imposible, siempre sonará diferente. No hay manera, no hay práctica ni partitura ni firmeza que puedan lograrlo. La cuerda tiene un sonido único e irrepetible. Intentar sonar igual equivale a la exigencia de la religión, no a la de Dios. La cuerda fue creada a sabiendas de que tendría un sonido, una textura, un tono y un color únicos, por lo que el creador no le exigiría ser lo que no es.

Ha habido muchos intentos para lograr unificar, homogenizar, el sonido de los violines. Pero todos y cada uno de ellos han fracasado. Uno de los intentos más peculiares ha sido el que se ha centrado en las cuerdas, es decir en usted y en mí. Imaginemos un violín del siglo XIV. Sus cuerdas están hechas de intestino de cordero. Es decir, que antes de sonar en un concierto en un teatro repleto de espectadores, aquella cuerda fue un cordero que pastaba grácilmente en una pradera.

Las ovejas de criadero a veces tienen intestinos demasiado firmes para la fabricación de cuerdas de calidad debido a su alimentación. Es preferible conseguir intestinos de cordero de aproximadamente 8 meses, de preferencia criados en la naturaleza o en la montaña. Los intestinos deben estar sacados del animal en cuanto se sacrifica, deben limpiarse de toda grasa o impureza y ponerse en agua clara y fría durante dos días. Pasadas esas 48 horas se colocan en agua caliente y se desgastan para dejar solamente el músculo. Ahora tenemos un tubo de unos 10 metros de largo. Al tubo se le introduce en lejía o cloro para que adquiera el color blancuzco que conocemos. Luego se cortan, se enroscan y se secan para terminar afinando notas en un violín.

Pero cada una de esas cuerdas de intenstino de cordero suena muy diferente. Eso es un problema para muchos. Así que en el intento de homogenizar el sonido se opta por la fabricación de cuerdas sintéticas. Unas son de nylon y, finalmente, otras son de acero. El destino de estas cuerdas sintéticas es tener un sonido uniforme.

Las cuerdas de intestino son demasiado sensibles, como un ser viviente. Las afecta la temperatura, la humedad, el uso, la tensión, el tiempo y, por supuesto, el cuidado de la mano que las toca. Las cuerdas de intestino nunca suenan igual, ni siquiera a ellas mismas. Ayer sonaban diferente y mañana también. Estamaña podrían sonar más dulces y por la noche ásperas. Como cualquier ser viviente.

Nosotros somos como las cuerdas de tripa de cordero. Fuimos hechos de una materia sensible que cambia constantemente y sufre variaciones, a veces imperceptibles, a veces violentas. El solo intento de ser iguales a nuestra cversión de ayer o de hace unas horas es en vano. No podemos ser iguales a nosotros mismos, no somos los de hace un año, los de hace un mes o los de antes de la pandemia. Ni seremos iguales mañana. No solo no podemos ser iguales a los demás, tampoco seremos siempre iguales a nosotros mismos.

Pero ahí está la cuerda del violín de tripa de cordero, tensada y afinada en el violín y en las manos de un virtuoso violinista, en una orquesta de renombre mundial. ¿Dónde está Dios? Debemos diferenciar cuáles son las demandas del violín, las del violinista y las de la orquesta. Pero ninguna de esas demandas vienen de Dios. ¿Dónde está Dios?

De repente podemos ver a un ser solitario, diferente, esgrimiendo una batuta. Es el director de la orquesta. Dirige tanto a violines como a trompas y címbalos. Levanta la mirada aguda y señala al triangulista que solo emite un sonido en toda la función. Pero el director se acuerda de él y de su importancia. Dirige a clarinetes, cornos franceses y oboes. Cada partitura es distinta y particular. El director no exige que todas las cuerdas de cada violín tengan el mismo color, exige que lo miren a él y sean sensibles a su batuta. Nunca sonará igual la misma partitura. El director hoy va más rápido y mañana hará llorar al público con un sonido más profundo. No exige repeticiones homogéneas, exige seguimiento absoluto y sensible. Ahí está Dios.

Dios pedía demasiado de mi. ¿Era Dios? ¿Era la comunidad? ¿Era la religión? Nos toca ser libres. Parece imposible que la cuerda del violín pueda despojarse del violín y que éste a su vez se libere del insensible violinista que lo oprime. Pero sí se puede. Podemos levantar nuestros ojos, más allá del arco y las clavijas, más allá de la mano entrenada del músico y vislumbrar allá, a lo lejos, el rostro compasivo del director de la orquesta, que nos dice: Mírame a mi, solo a mi, yo apruebo tu sonido. Sígueme.

¡Ya se te ha declarado lo que es bueno!

Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor:

Practicar la justicia,

amar la misericordia,

y ser humilde ante tu Dios.

Miqueas 6:8

*Tomado de el blog de Jose Chacón (imperfectos.org)

Chacón estudió Comunicación Colectiva, Biblia y Teología. Es fundador de la Comunidad Interludio en Costa Rica y cofundador de Interludio en México, Argentina y Honduras. El comunicador es egresado del Programa Internacional de Liderazgo del Departamento de Estado (EE.UU) en el tema de diálogo interreligioso y publicó ‘El Decálogo’ (2005), ‘Spiro’ (2015), ‘Paradoxa’ (2019) y ‘Libre, tener fe y no morir en el intento’ en el 2019.

1 thought on “Unorthodox: La cuerda del violín y lo que pide Dios de mí

  1. Legalismo, puro y duro, imperativos, nos deja con ordenes para seguir pero no nos da combustible para cumplirlas.
    Nos promete un escape de la religión pero nos devuelve a las ordenes para cumplir, quién en su sano juicio puede decir que ama la justicia, es humilde delante de Dios y práctica la misericordia?

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