Teología en tiempos de pandemia - Encabezado - Teocotidiana

Teología en tiempos de pandemia

Básicamente la teología es un saber racional del Dios revelado en Cristo. Según el objeto de su interés puede ser dogmática, dedicada al estudio de las creencias, doctrinas y dogmas que definen la fe cristiana; eclesial, relacionada con todo lo que tiene que ver con la Iglesia, su fundación, naturaleza, alma, culto y gobierno; secular, ocupada con las realidades de este mundo: moral, política, economía, sociedad; y otras muchas formas de hacer teología.

En el momento presente, la cuestión más urgente a la que la teología está llamada para arrojar un poco de luz, es la situación de crisis provocada por pandemia ocasionada por el Covid-19 que azota a todo el mundo. La teología está llamada a ser testigo y testimonio de unas verdades que por ser transcendentes no dejan de ser reales y siempre necesarias.

Castigo divino

La respuesta a la pandemia, más impulsiva que reflexiva, de muchos líderes de las distintas denominaciones cristianas, es que se trata de un juicio de Dios, un castigo por los pecados de una sociedad que practica o tolera el aborto; una sociedad que permite y trastoca el uso natural de la sexualidad; una sociedad hedonista que ha dado la espalda a Dios, todo lo cual ha desatado la ira de Dios y puede que nos lleve a un inminente juicio final.  

Fundamentos bíblicos no les faltan. Tienen de sobra en una lectura literalista y precristiana del Antiguo Testamento. ¿No es Dios soberano, Señor de los ejércitos y de todo cuanto sucede? ¿No castigó los pecados de Israel con sequías, plagas e invasiones? ¿No es el Todopoderoso en cuya mano están las fuentes de agua arriba en el cielo y los rayos que caen a la tierra? ¿Acaso hay alguna brizna de hierba que crezca sin su permiso? ¿No dirige él el destino de todos los hombres? ¿No están en sus manos los días de cada persona?

El Señor da la muerte y da la vida,
hunde en el abismo y salva de él.
El Señor empobrece y enriquece,
rebaja y engrandece.

1 Sam 2:8, BLP

El monoteísmo estricto de Israel no le permitía pensar que algo pudiera escaparse a su ejercicio de poder, de modo que todo lo atribuye a la acción directa de Dios, sin reparar en causas segundas. 

Jesucristo no atacó directamente esta visión de Dios, simplemente enseñó una nueva manera de considerar a Dios, no más Señor de los ejércitos, sino simplemente Abba, padre en sentido familiar. No más Poderoso y Terrible (Dt 10:17), sino Amor, amor no como propiedad o atributo, sino como esencia: Dios es Amor. Amor compartido, amor comunitario en la trinidad de su ser. Amor soberano que sufre; amor paciente que aguanta; amor que busca a la oveja perdida; amor poderoso que justifica el impío; amor asombroso que se deja matar en la persona de su Hijo. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Cor 5:19). Amor airado y dolorido por la torpeza humana, por su incredulidad, su ceguera, su egoísmo; amor sufrido que no violenta la voluntad de sus criaturas, sino que la atrae con “lazos de amor” (Os 11:4). 

Las desgracias no vienen sobre los hombres por voluntad punitiva de Dios, de ser así, los días de vida de los hombres sobre la tierra sería muy cortos y, por contra, no nos podríamos explicar las desgracias de los justos, excepto malinterpretándolas y, como los amigos de Job, atribuirlas al castigo divino. Jesús nos previno contra esta manera de ver, cuando dice que Dios hace salir el sol sobre buenos y malos (Mt 5:45) y pregunta: “¿O pensáis que aquellos dieciocho, sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, eran más deudores que todos los hombres que habitan en Jerusalén?” (Lc 13:4).

El cristianismo ligó desde su principio la idea de Dios a la persona y mensaje de Jesús. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo” (Mt 11:27; Lc 10:22). Desde entonces nadie que se considere cristiano puede hacer teología, o pensar en Dios, aparte de la enseñanza de Jesús y de la puerta abierta al corazón de Dios que él nos reveló. 

¿Permisividad divina o responsabilidad humana?

Comprensible es la actitud de los que se preguntan angustiados por la permisión divina de este mal. Un viejo y peliagudo problema de la teodicea, esa rama de teología que indaga el origen y la naturaleza del mal, el dolor y el sufrimiento en relación con Dios, con vistas a exculpar a Dios de cualquier responsabilidad en el mismo. 

Este es un enigma típicamente religioso que a los ateos y agnósticos les tiene sin cuidado. El mundo es como es y resulta ocioso hacerse preguntas sobre el sentido del mismo. La teología, sin embargo, no puede dejar de reflexionar sobre la existencia del mal. Es su gran reto, de solución casi insoluble. Así lo viene a decir el teólogo español Juan Antonio Estrada en su libro La imposible teodicea: la crisis de la fe en Dios (Trotta, Madrid 2003).

Sin embargo, algo se puede decir en relación a la actual epidemia del coronavirus. La cuestión es no equivocarnos de causa, lo que causa y origina el mal. Hacemos un flaco servicio a la sociedad y a la teología si resignados admitimos que alguna parte y propósito tendrá Dios al permitir todo esto. Aquí, en el caso de la pandemia del coronavirus, Dios no tiene nada que ver, sino como parte ofendida.

Hay que decir con tono recio que lo que está pasando no es un castigo de Dios, ni accidente de la vida. Tiene causas naturales y agentes responsables. No el virus en sí mismo, que no tiene culpa, sino los agentes humanos que han traficado con él y abierto las puertas de su exposición mortal al mundo entero.

Por otra parte, esta epidemia ha acaparado tanta atención mediática porque está afectando a la población y la industria de los países ricos y avanzados tecnológicamente, en donde los progresos de la medicina y del conocimiento del genoma humano creaban la ilusión de que éramos inmunes a contagios de bichitos propio del tercer mundo. Parecía que al fin se había alcanzado la fuerte de la eterna juventud mediante la liposucción y otras técnicas, como si un día pudiéramos llegar a beber el néctar de la inmortalidad y negar así que somos mortales; mortales por el pecado (Ro 5:12), y en tanto el pecado permanezca, permanecerá la decrepitud y la muerte. 

Silenciamos, no queríamos oír, sobre las epidemias que matan a miles de personas en los países pobres, ni las guerras genocidas que asolan a esos mismos países año tras año, ni la explotación creciente que lleva a las puertas de la esclavitud a millones de desdichados y desterrados de la tierra. “Hemos sido crueles, muy crueles con los que no pertenecían al club cada vez más pequeño y excluyente de los ricos, hemos causando mucho daño, muchas muertes, mucho dolor, y en nuestra locura llegamos a creer que la Naturaleza también estaba a nuestra merced, destruyendo montañas, ríos y mares, cortando árboles como si fuesen un enemigo a batir, contaminando sin mesura, fabricando cosas de usar y tirar”1.

Se ha practicado una economía neoliberal suicida obsesionada con la multiplicación del capital y los beneficios como meta suprema de su actividad, sin reparar en los costes a nivel humano y ecológico. Se ha practicado una globalización egoísta al servicio de unos pocos y no al servicio de lo global de esa globalización.

Un toque del cielo

El planeta gemía con estertores de agonía, agua, tierra, mar, aire, todo cada día más contaminado. Los gobiernos, los poderosos, los traficantes sin hacer caso, ni prestarle atención. Al contrario, haciendo chistes fáciles y burlándose de lo que está pasando, hasta que ha sido demasiado tarde para negarlo. En este sentido, la pandemia del Covid-19 sí que ha sido un toque del cielo, una sería llamada de atención que no debemos desaprovechar. 

Los ecologistas hace años que venían denunciando y advirtiendo que las tropelías ecológicas que se están perpetrando a todos los niveles traerían consecuencias catastróficas. Desde Greenpace se ha puesto de manifiesto, primero, que aunque son diversos los orígenes de las últimas epidemias de tipo vírico —gripe A, SIDA, SARS, ébola y ahora covid-19— hay un factor que claramente está aumentando el riesgo de transmisión de este tipo de enfermedades: la pérdida de bosques y biodiversidad, pues los bosques son el hogar de miles de especies animales diferentes, muchas de ellas portadoras de virus, bacterias y otros microorganismos a los que el ser humano no había estado expuesto. Con la tala y la deforestación, en particular en los bosques tropicales como el Amazonas y el Congo, se está permitiendo que los seres humanos entren en contacto con estas poblaciones de fauna silvestre. El resultado es un incremento de las llamadas enfermedades zoonóticas, que proceden de los animales2.

Según los cálculos de Organización Mundial de la Salud (OMS), más del 70 % de la nuevas enfermedades humanas surgidos en los últimos 40 años tienen su origen en animales. Dos tercios de todos los tipos de patógenos que infectan personas son zoonóticos, es decir, saltan de un animal a un ser humano. No hay duda que, según el director de Conservación del World Wildlife Fund (WWF), Luis Suárez, “esta crisis sanitaria está muy relacionada con la destrucción de la naturaleza. La pérdida de naturaleza facilita la proliferación de los patógenos”3.

¿Por qué, precisamente ahora, las enfermedades zoonóticas han llegado a ser una amenaza para la población humana? Simplemente, por el aumento de la población y las políticas neoliberales, que han llevado a la desaparición de ecosistemas a gran escala, a la eliminación de cientos de miles de especies, a la deforestación acelerada y el comercio globalizado de animales silvestres.

Según el último informe del Panel Intergubernamental sobre Diversidad Biológica de la ONU (IPBES), vivimos en medio una era de extinción masiva no vista desde hace 10 millones de años4.  Se calcula que un 75% de la superficie terrestre se ha visto ya alterada por las actividades humanas. También el 66% de los océanos. Hasta un 85% de los humedales han desaparecido. El ritmo de deforestación planetaria, aunque se ha ralentizado algo, fue de 26 millones de hectáreas en 2018, según el informe de la Declaración de Nueva York (cuyo objetivo es limitar a 10 millones de hectáreas la pérdida de bosques en el mundo para 2020). Toda esa alteración ha derivado en la devastación de la biodiversidad en forma de evaporación de variedades de plantas y animales5. La eliminación de hábitats favorece la zoonosis, por eso las epidemias más graves de los últimos años han llegado así: el SIDA, la gripe A de 2009, el MERS de 2012 o el SARS de 20026.

El salvaje comercio internacional de animales

Segundo, el comercio internacional de animales salvajes también aumenta el riesgo de las enfermedades zoonóticas. El tráfico ilegal de especies salvajes está identificado como una de las principales causas de pérdida de biodiversidad y vida salvaje7. Se comercia brutal y cruelmente con animales para el consumo humano, para usarlos como amuletos o como medicina y potenciadores de la virilidad8. Un negocio que mueve al año entre 8.000 y 20.000 millones de dinero negro en todo el mundo.

Este tráfico ilegal, además de canallesco y criminal, pone en contacto animales y humanos con el riesgo de facilitar la proliferación de patógenos infecciosos. En los mercados de muchas partes del mundo “se mezclan animales vivos y muertos, lo que facilita la expansión de un virus entre ellos y hacia el ser humano”9.  El virólogo Edward Holmes, confiesa que no le sorprende en absoluto que haya surgido este y otros tipos de coronavirus. “Sabemos que los animales salvajes tienen una gran variedad de virus y que algunos pueden propagarse en los humanos. Muchas personas hemos estado advirtiendo sobre esto durante años”. La solución es, afirma Holmes, que para ayudar a evitar la próxima pandemia es que los humanos deben reducir su exposición a la vida salvaje, por ejemplo, prohibiendo los mercados en los que se venden animales vivos y el tráfico de vida salvaje”10.

No pensemos que el comercio de animales silvestres es exclusivo de Asia o África, por más que nos extrañe resulta que EEUU es el principal importador de vida animal silvestre del mundo. Solo con los mamíferos que importa (entre 2000 y 2004 fueron mil millones de ejemplares) corre el riesgo de trasladar decenas de patógenos zoonóticos. 

La deforestación ha dejado sin su refugio a los animales y ahora son fácil presa de sus cazadores. A esto hay que sumar que los espacios dejados vacíos por la deforestación, son ocupados de forma masiva por grupos humanos. “Esto expone estos nuevos asentamientos a nuevos patógenos, porque parte de la fauna que había se va, pero el resto se adapta, se mantiene y entra en las construcciones humanas. No sólo donde viven, sino también donde está el ganado y pueden infectarlo y a partir de ahí infectar a las personas”11. Hemos cruzado fronteras que no deberíamos haber cruzado. No hemos prestado suficiente atención al espíritu de la naturaleza, pecamos constantemente contra ella. No queremos oír, como dice el director del programa de Medio Ambiente de la ONU, Inger Andersen, que “la naturaleza nos está enviando un mensaje”12.

Un mensaje naturalmente divino

La naturaleza nos está enviando un mensaje. ¡Qué razón tienen los científicos y expertos en epidemias! Y nosotros, como cristianos que creemos en Dios como fundamento  creador y sustentador de todo cuanto existe, no podemos sino asentir y entender que lo mismo que prestamos atención a la revelación especial, registrada en la Escritura, debemos prestar atención a los que se nos enseña mediante la revelación general, que, aunque carente de escritura, a su manera también habla. “Los cielos cuentan la gloria de Dios” (Sal 19:1), la “creación entera gime” (Ro 8:22), “la naturaleza enseña” (1 Cor 11:14). No podemos ser indiferentes a las señales que nos envía la naturaleza, como si no fueran un toque del cielo. No podemos tomarnos a la ligera las señales de alarma del planeta, la contaminación generalizada del mismo; la explotación de su suelo y de sus aguas y de los seres que lo habitan con fines de lucro. Hemos transgredido leyes naturales, y eso es un grave pecado, pues en última instancia son faltas contra la ley divina, en cuanto la divinidad está presente en cada partícula creada como poder de ser y de conservación en sí misma.

Del mismo modo que Dios puso al primer ser humano en el jardín del Edén para que lo cuidase, Dios tendrá por responsable a todo ser humano del modo de relacionarse con la creación, y no tendrá por inocente a quien atente contra ella. El pecado, la caída, ha trastocado y endurecido el resultado de nuestro trabajo, pero no nos exime de nuestra responsabilidad con la naturaleza y su ánima viviente. 

Cientos de leyes aparecen en el Antiguo Testamento tendentes al cuidado de la tierra y de los animales. Cualquier tipo de abuso es condenado. Tal es la preocupación de Dios por los animales que el Sabbat, día sagrado por excelencia, prescribe que en ese día no sólo toda persona debe abstenerse de realizar ningún tipo de trabajo, sino que debe respetarse el reposo hasta de los mismos animales. Un día de cada siete sin yugos, ni arados, ni cargas, ni caminatas… ¿Podemos imaginarnos el bien que esto representaba para los animales de tiro y trabajo? Y no solamente en Sábado, sino que también en las múltiples fiestas nacionales debía decretarse reposo general: hombres, mujeres, siervos, extranjeros y animales. Dios nunca olvida a las almas irracionales, porque todas tienen su razón de ser y su manera de contribuir al bienestar de la creación. Por medio de las leyes protectoras de los animales, el legislador quería inculcar a su pueblo la lección de que “los animales son criaturas de Dios; no son propiedad ni recursos de los seres humanos, ni están para la utilidad o comodidad de éstos, más bien son seres preciosos a los ojos de Dios”13. Ciertamente el Dios de la Biblia no es indiferente al bienestar de su Creación.  

El ser humano es omnívoro por naturaleza y por educación, se comería a su propia madre si le convencieran de ello. Para muchos parece que es un prueba de la superior libertad humana poder comer de todo lo que existe. El deseo de experimentar nuevos sabores parece no conocer límites. Cada día se ofertan nuevos platos compuestos por los ingredientes más inverosímiles. Pero los tiene, existen límites a lo que podemos llevarnos a la boca. Basta con volver de nuevo al Antiguo Testamento para observar las leyes que regulan la dieta alimenticia de Israel y la limitación de determinados animales que no debe comer. Dejando de lado la cuestión de por qué unos animales sí y otros no, una cuestión sobre la que los antropólogos han escrito abundantemente, una cosa es evidente: hay que poner límites al deseo. No todo lo es deleitoso a la vista o agradable al paladar se puede comer. Recordemos Génesis 3. Y lo mismo se aplica a todos los órdenes de la vida. Hemos creado generaciones de personas consentidas para las que todo está permitido si está a su alcance. No les hemos enseñado a contener sus deseos, a educarlos, a dominarlos. Y esto no por viejos atavismos trasnochados, o por el prurito legalista, pues el cristianismo es ante todo un camino de libertad, pero libertad con sentido, libertad responsable, libertad inteligente. “Todo me es lícito, pero no todo conviene” (1 Cor 10:23).Las leyes de Dios son leyes al servicio de la vida, son como las señales de tráfico que se colocan a lo largo de la carretera para a avisar a los conductores de los distintos elementos del trazado que pueden ser peligrosos. La intención es evitar accidentes, mantener la seguridad y preservar la vida. Aquí la teología está llamada a ser testimonio de una vida sana acorde a lo revelado por Dios y a la vida abundante traída por Jesucristo (Jn 10:10).


Para profundizar más en la visión del autor sobre este tema, te invitamos a leer su libro digital: Los virus del Edén. Disponible para descarga gratuita en TeoCotidiana.

Alfonso Ropero Berzosa, ensayista, filósofo y teólogo protestante español. Pastor evangélico durante casi veinte años, decidió entregarse a la investigación y a la escritura. Máster en Teología por el CEIBI y graduado de Welwyn School of Evangelism, Herts. España.

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