Redentores en pantalla – Los otros rostros del Jesús (norte)americano - Encabezado - Teocotidiana

Redentores en pantalla – Los otros rostros del Jesús (norte)americano

A Jesús lo conocemos gracias a las películas. Cada vez que tratamos de imaginarlo, de ponerle cuerpo, de echar a andar su estática figura, nos persigue el recuerdo de un fotograma o de una secuencia cinematográfica. Así, podemos descubrirnos orando-evocando al Jesús/Jim Caviezel crucificado de La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004); o al Jesús/Robert Powell ojo azul de Jesús de Nazareth (Franco Zefirelli, 1977). Quienes evitan la representación del rostro del mesías, quizá llevan en su cerebro y en su corazón la figura siempre de espaldas o la mano extendida del Jesús que socorre a Charlton Heston en Ben-Hur (William Wyler, 1959). Habrá algunos, los más jóvenes, que lo imaginen como el dibujo animado de South Park o en su versión anime. Cualquiera que sea la representación, si hemos crecido inmersos en la cultura visual global, es muy difícil extraer la imagen de Jesús que nos ha legado el cine norteamericano.

Pero no sólo Hollywood ha construido una imagen (un cuerpo) de Jesús más eficaz y poderosa que la que los científicos extraen de las manchas en una sábana (¡la Sábana Santa!), también nos han heredado una persona: un tipo de Jesús. El Jesús norteamericano es un entusiasta: lo hemos visto bailar y cantar (especialmente en Jesucristo superestrella [Norman Jewison, 1973]), enamorarse, jugar con niños, orar con alaridos y convivir alegremente con sus discípulos. Es un místico: su espiritualidad se asocia mucho con tener tiempos muy largos de soledad (uno de los ejemplos más recientes lo vemos en Los últimos días en el desierto [Rodrigo García, 2016]) y tener encuentros inexplicables con leones o serpientes que le hablan (como ocurre en La última tentación de Cristo [Martin Scorsese, 1988]). Es, cómo dejarlo de lado, un elegido. Ya sea la película más irreverente, o la más gnóstica, el Jesús de la pantalla hollywoodense no puede evitar la fatalidad de haber sido escogido por Dios para una misión especial y eso le produce igual cantidad de tormento que placer (acordémonos de las escenas de porno gore de La pasión de Cristo). No obstante, de estos rasgos el que mejor caracteriza al Jesús norteamericano, y funciona como síntesis de los demás, es su excesivo individualismo. Una y otra vez lo vemos sacrificando a su familia, sus deseos, sus intereses, en pos de cumplir una misión que sólo le pertenece a él y a la que nadie lo puede acompañar; por si fuera poco, busca que quienes lo sigan repitan ese comportamiento egoísta y ensimismado. Si el Jesús en el que creemos, se parece a éste, hemos sido pastoreados más por Hollywood (la expresión más rimbombante de la aparatosa maquinaria que es la religión norteamericana) que por la Biblia. 

Jesús hecho trizas

El cine sobre la vida de Jesús es hoy irrelevante. Se mantiene gracias a la inercia de quien lo consume y a los caprichos de algunos directores y productores. Pero se trata, más que nada, de un género muerto. ¿Qué nos puede decir Hollywood que no nos haya dicho ya sobre la vida de Jesús? El énfasis en personajes secundarios y enigmáticos como María Magdalena ha despertado algún interés, pero en estos casos la figura femenina ha terminado por sucumbir ante la manada de hombres que continúan la tarea del salvador (como ocurre incluso en El código Da Vinci [Ron Howard, 2006]). A pesar de que la rutina y la repetición han hecho añicos la figura de Jesús, han aparecido restos suyos en las mismas pantallas que lo destruyeron, ahora dispersados por bastantes y variadísimos personajes de películas y series de televisión. Otros son los cristos que ahora gobiernan nuestras pantallas y estos resultan, casi siempre, mucho más interesantes que el Jesús del cinematógrafo, aunque sigan siendo igual de insoportablemente norteamericanos. 

El primer caso de estas transfiguraciones ficcionales de Jesús (el concepto se lo debo a un libro de Theodor Ziolkowski) en el que quiero detenerme es el de Travis en Taxi Driver. Resultado de la amalgama creativa entre el católico Martin Scorsese, el protestante Paul Schrader y el entonces rebelde e inadaptado Robert de Niro, Travis aparece como el redentor oscuro de un mundo mucho más sombrío y asfixiante: las calles nocturnas de Nueva York. Estrenada en 1976, Taxi driver nos pone en la piel de Travis, un exmarino que pide empleo como taxista. No es un hombre cualquiera, aunque lo parezca. Tiene una misión y todo lo que sucede a su alrededor parece corroborarlo. Su vida, como la del paranoico, está llena de señales que apuntan a la tarea mesiánica para la que ha sido elegido. El candidato a alcalde se sube a su taxi y le agradece su labor ciudadana, se enamora de una chica que no logra comprometerse con su propósito radical (así como hubo hombres y mujeres que no pudieron seguir a Jesús por lo que exigía) y, finalmente, encuentra en una de sus rondas por la ciudad, a una adolescente a quien salvar. Se trata de Iris (Jodie Foster), quien es explotada sexualmente y quien, aunque no lo sepa, está clamando por redención. 

Travis sabe que su misión es impostergable y que deberá sacrificar hasta su propia vida para conseguir acabar un poco con lo más execrable del paisaje humano neoyorquino: los proxenetas, los abusadores, los homicidas. Destacan dos secuencias que refuerzan esa vocación sacrificial: cuando mete su mano en el fuego de la hornilla para probar su virilidad, o cuando se apunta con su mano en la sien, simulando disparar una pistola. Travis muere simbólicamente para resucitar como un nuevo hombre: un héroe anómalo, solitario, rebelde frente a los cánones del imperio, que carga en su conciencia la degeneración moral de su ciudad, que lanza maldiciones a quienes no lo comprenden y abraza a sus seguidores. Tras él, se inauguraría una vasta galería de vengadores encargados de purificar las calles, pero ninguno estará más cerca del mesías que el Travis de Scorsese. 

Otro caso que se convertiría en paradigmático es el de Neo en la saga de The Matrix. Las hermanas Wachowski consiguieron llevar a la pantalla todo el desencanto y los terrores del cyberpunk al mismo tiempo que lo alumbraron con los discursos new age del fin del milenio. La trama hoy es un lugar común. En un mundo ruinoso, las máquinas han tomado el control de las mentes humanas encerrándolas en cápsulas donde les hacen creer que son libres proyectando a sus cerebros vidas “normales” en un mundo aparentemente real. Sólo un grupo de rebeldes, cuyo refugio es Zion, pone resistencia a la tiranía de las máquinas e intenta liberar hombres y mujeres de la esclavitud virtual. Este grupo está a la espera de un salvador, quien llegará en un cuerpo inesperado (¡el de un flaco oficinista!) y deberá aprender las habilidades necesarias para llevar a los rebeldes a un nuevo mundo. Neo es el elegido. Aunque tendrá que ser entrenado por Morfeo, muy pronto logrará superarlo y podrá abrazar su misión de rescate universal. En su viaje, lleno de sacrificios y renuncias, aprenderá a detener las balas (reelaboración del milagro de calmar la tempestad en una época post-tiroteos), a doblar cucharas con la mente y destruirá un bonche de enemigos hasta llegar al adversario mayor: el creador, su padre. Neo encarna al líder del avivamiento espiritual necesario en la era cibernética: es tímido, pero valiente; sabe que tiene un destino que cumplir, pero elige hacerlo; tiene problemas para atraer chicas, pero sus habilidades lo vuelven atractivo; es poco ágil, pero es lo suficientemente confiado para aprender cosas nuevas. Es el “don nadie” convertido en libertador de la humanidad. 

Mucho más popular, pero menos interesante por la transparencia de su parecido con el Jesús bíblico, es el Superman de Zack Snyder (El Hombre de acero, 2013; Batman v Superman, 2016; Liga de la justicia; 2017). Es claro, desde el comienzo de la historieta en 1933, que el hombre de acero no esconde su deuda con la vita Christi, pero Snyder ha procurado dotar de un aura trascendental cada plano del superhéroe: su origen sobrenatural, su llegada milagrosa a una familia humilde, el abandono de su padre, el deseo de mantener oculta su identidad (¡el secreto mesiánico!), su ascensión y descenso de los cielos cada vez que vuela, las masas mirando al cielo esperando su venida, las masas agradeciendo sus milagros, su sacrificio por salvar a los que ama, y su tumba vacía. Superman no es más que un Jesús alienígena con capa. 

Casi 40 años después de Taxi Driver, tanto Scorsese como Schrader, sólo que esta vez por separado, volvieron a entregar imitaciones de Cristo mucho más cercanas al hábitat natural del nazareno. En Silencio, Andrew Garfield interpreta al padre Rodigues, un sacerdote jesuita que viaja a China para investigar la desaparición de uno de los misioneros más importantes de la orden. Estamos en el siglo XVII. Al igual que Travis, el padre Rodrigues tendrá que sumergirse en las tinieblas de su propia psique para sacrificarse a sí mismo a fin de salvar a los demás cristianos. En un ejercicio de un onanismo explícito, el padre Rodrigues llegará a ver su rostro reflejado en el agua confundido con un retrato de Jesús pintado por el Greco. Rodrigues entiende que su misión es negarse a sí mismo hasta el punto de la contradicción última del creyente: la apostasía, el despojo voluntario de todo lo que se es (tal y como Pablo lo expresó en aquel canto cristológico de Filipenses 2: 6-11).

Schrader, por su parte, decide crear al personaje de Ernest Toller, un pastor de una iglesia reformada que pierde cada vez más peso frente a las iglesias neopentecostales. Igual que el Travis de Taxi driver, quien nos abre su conciencia a través de su diario, Toller lleva un diario espiritual que escuchamos con recurrencia en First reformed. Movido por el suicido del esposo de una de sus congregantes, Toller encontrará una nueva misión en su vida y se redescubrirá como un nuevo crucificado por una jerarquía cada vez más complaciente con los poderes de este mundo (las empresas transnacionales) y sus valores demoníacos (el amor al dinero, el despiadado daño ecológico). Así como la muerte simbólica de Travis para purgar los pecados de los proxenetas, el sacrificio vivo de Toller consiste en envolverse en un alambre para hacer estallar su templo el día de su aniversario. Es el terrorismo convertido en acto redentor. 

Por último, quiero mencionar al personaje de Kevin Garvey, protagonista de la serie The leftovers (Damon Lindelof y Tom Perotta, 2014-1016), acaso uno de los Jesús más completos que nos ha regalado la televisión norteamericana en la última década. La serie comienza con la consumación de la añorada fantasía milenarista: el rapto. El 2 % de la población mundial desaparece sin razón. Unos se van y otros se quedan. Dos están teniendo sexo y una se va. El vientre de la que está en cinta se vacía. Los hijos se van y la madre se queda sola. Los 28 capítulos de The leftovers son un espléndido collage de espiritualidad y cultura norteamericana: sectas apocalípticas, delirios de grandeza, teorías de la conspiración, parques de diversiones, jipis, drones que avientan misiles, hombres guapos a caballo vigilando el horizonte, máquinas futuristas, adolescentes atormentados, etcétera. En medio de ese mar tumultuoso navega el personaje principal, Kevin Garvey. Oficial de policía, padre de un hijo y una hija, abandonado por su mujer, con un padre lunático y atormentado por visiones nocturnas, lo veremos convertirse en un nuevo mesías. Kevin no sólo se encargará de proteger la vida de amigos y enemigos, sino que resucitará. Una vez. Dos veces. Tres veces. En los infiernos liberará a las almas encadenadas. En la última temporada, incluso, una secta se formará a su alrededor y un grupo de seguidores comenzará a escribir un Novísimo Testamento. Además, se dejará crecer la barba. En Garvey conviven por igual sus ganas de vivir que de morir; su ansia de placer que de dolor. Estos sentimientos paradójicos hacen estallar su cuerpo una y otra vez aventándolo a alucinaciones que se convierten en mensajes celestiales. 

Tanto Kevin como el resto de los personajes aquí mencionados, están atravesados por un conflicto central, además de las actitudes que ya hemos mencionado que los caracterizan: la relación con su “María Magdalena”. Igual que la imaginación norteamericana se ha empeñado en explorar este detalle del mesías, cada uno de estos nuevos Cristos no tiene nada claro cómo manejar su relación con la mujer que aman. No saben siquiera si la aman o si sólo quieren rescatarla. O si desean ser rescatados por ella. Esta relación de amor-dependencia vuelve tirante su romance y convierte la procreación en un tabú tortuoso. Los redentores no tienen tiempo para hijos.

La fe que viene por el ver

La pantalla produce adicción y devoción por igual. Estos nuevos Cristos tienen también sus seguidores. Su reino no es de este mundo. Es de fanáticos, de admiradores, de críticos. Sus teologías son más mundanas, seculares, pero no dejan de ser discursos sobre aquello que se nos escapa de la razón: la locura, el deseo, la muerte. Su mensaje puede no resultar tan claro, pero no deja de ser iluminador de nuestras llagas. Nos hemos fascinado por estos mesías a través de la vista. ¿Se trata, por lo tanto, de una fe incorrecta y ciega? Desde luego que no. Hoy la fe se alimenta más por los ojos que por los oídos. Y ese escándalo es su valor. La teósfera se ha expandido a las pantallas. Jesús —el Jesús norteamericano— puede seguir morando en nuestros corazones, pero parece que pasa cada vez más tiempo frente a la cámara disfrazado de superhéroe, justiciero o pastor atormentado. Allí hay que ir a buscarlo cuando lo necesitemos. 

Ha publicado los poemarios "Todavía mañana" (Mantis Editores, 2013) y "Godfully" (Diablura Ediciones, 2015). También escribió, en colaboración con Keila Ochoa Harris, "Profetas menores para los menores" (Ediciones Las Américas, 2014). Fue ganador del Concurso de Escritores del San Miguel Writer’s Conference 2018, del Certamen González-Waris 2018, y de los Juegos Florales Ramón López Velarde en 2017. Actualmente realiza los estudios de Doctorado y es profesor en la Facultad de Filosofía de la UAQ. México.

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