Nací en la banca de una iglesia, mi primer libro fue una Biblia roja.

Fui la niña protestante que contradecía a seminaristas católicos con versículos de memoria y que oraba para tener zapatos con hebilla.

Fui la que golpeó de casa en casa con folletos evangélicos.

Incapaz de mirar a un chico a los ojos, y muy capaz de mandar al infierno a un desconocido con tres o cuatro palabras: Dios te ama, Dios te odia, infierno, cielo, puente, sangre.

Defendí el creacionismo en el colegio.

Defendí las doctrinas de prosperidad: más de la mitad de las parábolas hablan de dinero, repetía. ¿Cómo más podría salir de mi pobreza? ¿Qué esperanza podía ver desde mi ropa usada y mis zapatos viejos?

Canté y me prometieron que iría a las naciones. Usé falda larga. No escuché música del mundo, sino rock cristiano. Canté himnos, canté coros. Fui adoradora y viví en Sión. Creí que servía a Dios mientras llegaba temprano a la iglesia pero despreciaba a los demás. Ayuné una vez a la semana, di diezmos de todo lo que no tenía. Quemé a Spiderman y a Winnie Pooh, escribí Diosteama encima de Batman. Dejé de ver Sailor Moon.

Dije que Dios ama al pecador pero no al pecado. Hice un video para promover la castidad (sin tener idea de lo que era un beso). Deje de ir al cineclub por estar en reunión de líderes. Leí cómo las iglesias eran dadores parciales de sentido, lugares de socialidad, como cualquier tribu urbana, y vi que era cierto.

Creí en los partidos políticos cristianos, pegue afiches, dije que Samuel era sacerdote y profeta a la vez, dije que no se podían normalizar las prácticas de los gays. Mi mejor amiga era gay. Lloré con ira porque la Biblia hablaba de mujeres en silencio mientras yo creía en la igualdad.

Creí en buscar a Dios, orar mucho y alegorizar para mi realidad pasajes de Isaías. Tragué religión y vomité amargura, hice daño creyendo que hacía bien. Juzgué a otros creyendo que eso era santidad.

Aparecieron grietas en la fe de mis padres, el ejemplo es más fuerte que cualquier teología.

Leí a Benny Hinn, esperé en vano oír voces (el Espíritu Santo era su mejor amigo pero no el mío), ¿podía rogarnos a todos que nos quedáramos cinco minutos más con él?, ¿o sólo a Benny el elegido? Ningún ángel anunció mi nacimiento, no he tenido visiones. Jamás escuché esa voz y sin embargo la seguí.

Leí a Piper.

Me puse una bolsa en la cabeza.

Me enamoré (más bien me enamoraron).

Leí a Borges y me arrancó el calvinismo con un verso sobre Jonathan Edwards: “Piensa feliz que el mundo es un eterno instrumento de la ira”. Y no, yo no podía creer en eso y ser feliz.

Leí a los que hablan del Dios de los débiles, del que acompaña y no asegura victorias, al fin y al cabo el mundo sigue siendo mundo.

Y en el mundo tendréis aflicciones, pero mejor si se tiene el regalo de compartirlas con otro, de quitarse la máscara y abrazar la debilidad.

Por fin tuve amigos, compartí dudas.

Leí muchas cosas y cuando volví a leer la Biblia roja encontré esperanza, parecía otra.

Ya creí y ya dejé de creer, cambié de fe un par de veces. Y en medio de esa maraña la fe resucita una y otra vez.

Es una esperanza pequeña y nada más que eso.

Un pábilo que humea y a veces ilumina.

¿Quién soy?, ¿quién seré?

Mi fe es una cosa mutante que me acompaña.

Fotos: @corycolores

Milena Forero es Colombiana, estudió comunicación social comunitaria y también teología. Se dedica a la producción audiovisual, hace música y escribe. Es parte de la comunidad de la Primera Iglesia Presbiteriana de Bogotá.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *