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Talento de servicio público

La famosa parábola de los talentos cuenta que un patrón se va y deja talentos a sus empleados, es decir, una suma de dinero para que la trabajen; y cuando regresa el patrón les pide cuentas: ¿Qué hicieron con el dinero? Y en general los empleados produjeron en proporción al dinero recibido. Pero hay un caso excepcional: una persona prefirió esconder el dinero y lo enterró, tenía miedo de que perdiera o que no pudiera responder por él. Y cuando el patrón regresa el dinero está completo, no se ha perdido nada, pero tampoco ha ganado nada. A partir de esa narración quisiera pensar en el talento como servicio público.

Regalos para todos

Cuando nosotros hablamos de talento nos remitimos habitualmente al arte: cantar, tocar un instrumento, bailar, pintar, contar historias. Pero el talento abarca más que las habilidades artísticas, es algo que tenemos todos: una capacidad en cualquier área, una cualidad que viene con nosotros, desde que nacemos, pero también crece: al trabajar en ellos los talentos se multiplican, como en la parábola.

En la biblia,1 hablando de capacidades dadas por Dios, se menciona una cantidad de cosas: bordar, tejer, hacer música, enseñar, servir, dirigir, pero también la capacidad de hacer dinero. Y todas se relacionan con la acción del espíritu de Dios, de la gracia de Dios en las personas, como un don, un regalo.

Y qué tal si pensamos que esos regalos de Dios no son privados, es decir, que el talento no nos pertenece de manera individual, sino que le pertenece a los demás, si pensamos que nuestras capacidades son regalos de Dios para la comunidad humana. No solo para la persona, para el individuo que administra ese talento, sino para los otros. ¿Por qué? Porque, como dice Pablo, somos un cuerpo, miembros los unos de los otros. En esa misma metáfora se encierra la responsabilidad del talento: el ojo tiene que ver, para proteger y guiar a todo el cuerpo; las manos están para ayudar, no solo para cuidarse a sí mismas.

Entonces cuando Dios le da el regalo del talento a una persona, en realidad es un regalo para todos los demás, entre otras cosas porque ese talento le hace falta a alguien más, como todos somos diferentes nos necesitamos los unos a los otros. Eso que usted sabe hacer bien es de otros, alguien más necesita eso; usted tiene una capacidad de la que otros carecen y, al mismo tiempo, los demás son lo que usted necesita.

¿Y si pensáramos que lo que podemos hacer cobra sentido con los demás? Cantar, cocinar, administrar, ayudar, pensar, para los otros. Los que administran bien, los que saben hacer dinero, están para ayudar a todos los que no pueden hacerlo; la gente entradora, super sociable, está para auxiliar a todos los que no pueden; la gente brillante, la gente de ciencia, que puede ver más que los demás, está para hacer cosas por el bien de todos. El que enseña, el que sirve, el que es hospitalario, el que puede dirigir, cada uno está ahí para el otro, para los demás. Porque esas capacidades son regalos dados para el bien de todos. El ideal sería que cada uno haga lo que puede hacer bien para los otros, sin tener que rogarle, sin esperar aplausos, ni pleitesía. Solo porque hay que hacerlo. Y en esa lógica el propósito de que exista una habilidad, el sentido de un talento es cómo esa habilidad sirve para otros.

Pero no es así. Ni siquiera en la Iglesia donde decimos construir el reino de Dios. ¿Por qué? Es muy triste, muchas cosas faltan en la humanidad porque nos guardamos las capacidades o no queremos reconocer las capacidades de los demás.

La trampa del miedo

El Siervo que escondió el talento, que lo guardó tan bien para que no se perdiera, cuando le preguntan por qué hizo eso, dice: tuve miedo. Y el miedo es una cosa terrible, hace que uno deje de hacer muchas cosas. A mí me ha pasado montones de veces y eso no es otra cosa que falta de amor propio, no es una virtud, no es modestia, ¡es un problema! Es algo que se debe solucionar. Yo decía: ¿qué le puede interesar a los demás lo que pueda enseñar? “La gente dirá que es porque quiero que me vean y a mí me da pena”. Pero creer que uno no tiene dones o no creer en sus talentos no es humildad, es miedo y el miedo es contrario al amor; uno lleno de miedo no puede amarse a sí mismo, mucho menos amar a otro, mucho menos vivir el evangelio y construir un mundo mejor.

En algún momento comprendí que tal vez ese talento no me había sido dado solo para mí misma, para que me diera paz, para hacerme sentir bien, sino para los otros. Quizá alguna persona necesitaba esos escritos o esas canciones que estaba haciendo y que me hacían feliz.

Puede sonar pretencioso decir que los demás necesitan de uno, de lo que uno puede hacer; y claro: hay gente que se impone con ese argumento, creyendo que es imprescindible o que es la única persona que puede hacer una cosa. Pero desde el servicio, desde eso que dice el evangelio de que “somos siervos unos de otros” es cierto que nos necesitamos mutuamente, y que cuando uno deja de hacer lo que puede hacer, hace mal, porque eso que no da le hace falta a otros.

Creo que la primera responsabilidad de un siervo fiel frente a los talentos es reconocerlos. Creérsela. Ninguna persona está en este planeta sin un talento, sin capacidades y habilidades; eso es como respirar. Todos podemos hacer algo y es algo que le sirve a los demás. El siervo fiel dice “sí, tengo un talento, o dos, o cinco, ¿y ahora qué hago con ellos?”

Eso que uno no valora de sí mismo, que de pronto no cree que sea especial: su habilidad de hacer amigos, de combinar los colores, de enseñar, de relacionarse con la música, de consolar a otro, de aconsejar, de ser empático, de reflexionar, de hacer sentir cómodas a las personas, de cuidar a otros, de recordar cosas, de hacer buenos negocios, su inteligencia, sus habilidades manuales, eso es un talento y es un regalo de Dios, para usted y para los otros. Si usted no hace algo con su talento no es solo un problema para usted, sino para todas las personas que necesitan de eso que usted tiene, porque no lo tienen. Si uno entiende que los dones son regalos para la comunidad, se debe hacer cargo de cultivarlos, de hacerlos crecer y ponerlos a funcionar.

No es más que seguir la orden del evangelio: ama a tu prójimo como a ti mismo. Amarme a mí mismo para reconocer desde ahí que necesito al otro, pero también que el otro me necesita, porque somos parte de un cuerpo.

Es una invitación doble: mirar que tiene uno para dar a los demás, y reconocer las habilidades y dones de los demás. Si el otro sabe hacer algo que a mi me gusta pero yo no hago bien, lo mejor es reconocer el talento del otro, apoyarlo, contribuir desde mis habilidades a que los demás hagan lo que pueden hacer mejor. Porque las habilidades que tenemos son una forma de la gracia de Dios. Dios le regala una inteligencia a la humanidad, que está depositada en una persona, pero es para todos. Nos regala artistas o científicos, gente sociable y gente que todo lo medita, pero esas habilidades son para el servicio de todos.

Entonces a la humanidad no le sobran personas y el reino de Dios se construye con esos talentos que nos fueron dados para compartir entre todos. Hay suficiente entre todos: suficiente sabiduría, suficiente arte, suficiente ciencia, suficiente dinero, ¿pero dónde está?, ¿por qué hace falta en algunos lugares y sobra en otros? Si el talento y las habilidades se vuelven individuales, dejan de tener sentido.

La visión egoísta del talento

El sistema del mundo enseña una visión egoísta del talento, una versión en la que uno tiene capacidades para uno mismo, y nos invita a una privatización del talento. Y desde esa mirada la meta es buscar el éxito, entendido como el reconocimiento, entonces hay que creer que el talento es de uno y el deber de los demás es aplaudirlo, los demás son apenas el público para nuestro talento. Pero si somos un cuerpo, si un pulmón se niega a trabajar o pide un aplauso antes de respirar, todo el cuerpo se ve afectado.

Y es que ese también es otro extremo: creer tanto en nuestras habilidades como para negar las de los demás, creer que porque hemos cultivado una habilidad somos mejores que otros y que los demás nos deben algo. Pero, así como es nuestra obligación hacernos cargo de nuestro talento y ponerlo a producir para los demás, también es necesario saber que el talento, como todo regalo, no es merecido, es gratis. Y, como todo lo inmerecido, uno no debería “creerse mucho” por tenerlo. ¿Por qué?

Uno no hace nada antes de nacer para merecer que le salga un biotipo que lo favorezca para ganar el Tour de Francia, tampoco hace nada para nacer con una voz fuerte como la de Pavarotti o la de Freddie Mercury, ni tampoco para nacer inteligente, sociable o para nacer rico. Después, cuando uno crece, puede entrenar, estudiar, desarrollar su talento, pero según el evangelio está haciendo apenas lo que tiene que hacer: ponerlo a producir para sí mismo y para los demás, para ser un buen siervo fiel. La trampa está en creer que se merece el talento solo porque lo tiene o lo cultiva, pero el talento le pudo haber caído a cualquier otro. Y ninguna persona sobrevive para siempre sola, nadie es un cuerpo entero e independiente, es solo una parte del cuerpo.

Lo que pasa es que el mundo nos ha acostumbrado a venerar unos talentos y a despreciar otros, sobre todo en función del dinero y de la vanidad. Entonces las habilidades más visibles son las respetables, mientras que hay dones que parecen poco importantes y pasan desapercibidos. Muchas personas quisieran el talento para hacer negocios, pero ya menos gente se interesa en la habilidad de servir a los demás; y en el reino de los cielos es tan importante el que lava los pies del maestro como el maestro mismo.

El sistema del mundo aprecia el dinero, la belleza, los talentos que implican fama, pero desprecia cualquier habilidad relacionada con el servicio, porque para el mundo existen unos que sirven y otros dignos de ser servidos. El mundo no reconoce como iguales al campesino que cultiva los alimentos, al comerciante que los distribuye, al chef que los prepara, ni mucho menos al que se sienta a la mesa a comer. El sistema mundano no reconoce el servicio como un talento, un regalo, sino como una obligación de seres inferiores.

Pero en la metáfora del cuerpo lo que hay es interdependencia, dependemos los unos de los otros, dependemos no solo de nuestras habilidades, sino de las habilidades de los demás. Yo tengo lo que otro no tiene y el otro tiene lo que yo necesito.

Por eso, si los niños que viven en la pobreza no desarrollan sus habilidades, nos van a hacer falta a todos. No es un problema solo para ellos, porque “ay, pobrecitos, no pudieron estudiar”, sino para toda la sociedad que se pierde de muchos talentos que fueron dados para todos nosotros a través de ellos, talentos para la humanidad depositados en diferentes personas.

Pero el sistema del mundo nos dice todo lo contrario: que lo importante somos nosotros mismos, pero solo si somos reconocidos. Entonces oscilamos entre creer que no tenemos nada valioso y creernos lo máximo y esperar veneración.

Pero el evangelio nos enseña es que somos miembros los unos de los otros y que los pies no pueden estar despreciando a los ojos, y que las manos no pueden estar pensando solo en ellas.

Uno también podría pensar como el siervo de la parábola:

  • Ay, pero a mí me dieron un solo talento y al otro le dieron diez.
  • A mí me dieron cinco, yo quería era diez, mejor no hago nada.
  • Yo quería era ser oreja, no boca.
  • Ese talento que tengo le hubiera quedado mejor a otro. No me gusta lo que me salió, yo quiero lo que tiene el otro.

Pero el talento no es un objetivo en sí mismo. En esa inconformidad con lo que uno es, puede también terminar queriendo ser algo que no es. Forzarse creyendo que tiene una habilidad que no tiene, valorando lo de otros y no el don que tiene uno. Seguramente hay cosas que los otros mismos le dicen que usted hace bien y usted no se lo quiere creer, porque le gustaría tener otras habilidades o porque no le parece la gran cosa. Pero nosotros somos solo administradores de la gracia de Dios, del regalo de Dios de hacer el bien, en forma de música o de comida o de negocios justos, cualquiera que sea su habilidad, es un regalo para usted y para los demás. El objetivo del talento no es brillar, sino servir. Es un servicio público. La humanidad necesita de lo que usted es, el reino de Dios no se puede construir sin usted, pero tampoco se puede construir sin los demás. No es más que eso.

Pensar el talento como servicio público, siempre para el otro, es oponerse al egoísmo, a la inseguridad, al miedo, y decir: lo que puedo hacer es necesario, pero siempre es para los demás. Dios me dió dones para otros, no para mí mismo, por eso no puedo adueñarme de ellos para esconderlos o enorgullecerme porque puedo hacer algo, y la invitación de Jesús es poner esas habilidades, esos aprendizajes, al servicio de otro y, por lo tanto, del reino de Dios. Si ese regalo que todos tenemos, que es el talento, es de otros, no podemos disponer libremente de él; porque no es mío para enterrarlo, es un préstamo que pertenece al otro. Nadie pone un bombillo debajo de la cama, tampoco se pone una habilidad oculta debajo del temor o del orgullo.

Milena Forero es Colombiana, estudió comunicación social comunitaria y también teología. Se dedica a la producción audiovisual, hace música y escribe. Es parte de la comunidad de la Primera Iglesia Presbiteriana de Bogotá.

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