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Pentecostés para nosotros hoy

Pentecostés. El gran fuego de Dios cayó del cielo sobre ellos y ellas en la casa, una casa, un hogar. No en un gran templo decorado, vestido de gloria y con brillos y espectáculos de luces, instrumentos y predicadores rimbombantes, sino en una casa, pequeña, insignificante, sin letreros y líneas interminables de sillas. Sencilla, común. Una casa que albergaba a esa primera semilla de cristianismo, analfabetas, campesinos, pescadores, artesanos, mujeres, algunas esposas e hijas, madres, otras de mala fama que se habían juntado al movimiento de Jesús yéndose escandalosamente tras ese maestro itinerante sentenciado a muerte por el imperio romano y en auspicio de los líderes de la religión nominal de su tiempo.

Sabrá Dios lo que estuvieran haciendo. Al autor le tenía sin cuidado ese detalle. Los más espirituales concluirían que claramente estaban orando, “intercediendo”, en jerga especializada evangélica ¿Cómo más podría llegar el Espíritu de Dios sobre sus vidas? Recuerdo que esa era la dinámica de antaño en el lugar donde conocí el evangelio. La fórmula mágica para experimentar esos momentos extrasensoriales de poder y gloria era orar mucho, ayunar por horas, hacer vigilias de toda la noche. Y si no se experimentaba algo diferente en el ambiente, pues claro, ha de ser por alguna falta de fe o de espiritualidad en alguno o algunos, alguna o algunas, del salón. Cosa sospechosa, ¿cómo es que no iba a manifestarse Dios con su Espíritu, con tantas horas de clamores incomprensibles? Sí, incomprensibles, quien haya por casualidad cruzado una iglesia pentecostal en algún momento habrá logrado notar una rareza de ruido, un conjunto de llantos, gritos, declaraciones, grupos de repeticiones silábicas llamadas “lenguas” que van y vienen y se combinan y se mezclan entre ellas y con otras y otros que hacían parte de ese momento espeluznante y liberador de los que crecimos en el pentecostalismo.

El punto es que quienes estaban presentes se encontraban sentados, sentadas. ¿Comiendo? ¿Tomando vino? ¿Conversando? ¿Recordando entre ellos y ellas alguna de las parábolas que solía contar el maestro? Sí, claro, más adelante dice que en lo general estas personas se reunían a orar con constancia, pero también dice que partían juntos el pan. De ese momento específico en el que bajó el fuego que siguen anhelando algunas iglesias, el “avivamiento” o “nuevo pentecostés” que por años ha estado en boca de predicadores y profetas y apóstoles, no sabemos nada más que ellos y ellas, caminantes campesinos a la espera de una promesa de algo que no conocían, que no habían llegado a experimentar antes, que sólo sabían que lo reconocerían cuando al fin viniera, estaban sentados.

Lo que sí le resultó importante narrar al que escribía es que estaban “unánimes juntos”. Un ideal cristiano que una y otra vez se buscará enfatizar a lo largo del evangelio escrito antes y después de la narración de los Hechos. Unidad por la que oraba Jesús en uno de los relatos más nostálgicos que pudiera escribirse en el nuevo testamento: “Que sean uno como vos y yo somos uno, padre, para que el mundo crea”.

No es cualquier cosa esa unidad que resaltaba el relator, es de ella que depende el que las personas crean, es en esa unidad que los otros llegan a reconocer la obra de Dios a través del nazareno. Unidad como esa de la que nos podemos jactar nosotros y nosotras hoy dos mil y tantos años luego de la llegada del fuego de Dios. Esa que nos junta a todos y a todas, calvinistas y arminianos, pentecostales continuistas y reformados cesacionistas, unos y otros, unas y otras, liberales y fundamentalistas, los que leen a Sproul y los que mejor gustan de N.T. Wright, quienes estamos a favor del pastorado femenino y los que no, nos reunimos hoy en medio de la diferencia para regocijarnos en la obra redentora del evangelio, a esperar el cumplimiento de todas las cosas en amor, solidaridad y cercanía. Es por eso que al fin los y las demás creen en esta esperanza que nos regala la fe y vivimos una utopía de humanidad restaurada alcanzada con justicia y resiliencia divina. Ok, no.

Era importante estar unánimes juntos para que llegara la presencia de Dios arrasadora y estruendosa como en ese día. El aire de Dios, un viento fuerte, ¿su respiración quizá? Su vida palpitante y tangible, por lo menos notoria, llenó el lugar donde estaban sentados. La casa sencilla, la obra de Dios trascendente.

Y empezaron a hablar en lenguas. No es la glosolalia que algunos movimientos cristianos defienden como “don” del espíritu santo, la misma que por tiempos se definió como una de las muestras externas de que ese mismo espíritu de Dios había “bautizado” a alguien. Más bien fue una expresión políglota que vertía de esa comunidad alcanzada por el fuego de Dios. Entre todos y todas comenzaron a hablar en las lenguas de otras regiones, de otros países, de otras naciones.

No pasó mucho tiempo hasta que se empezaran a acercar las personas, notando, en primer lugar, que esos que estaban ahí no eran gran cosa, simples galileos. Notando también que ese grupo de insignificantes galileos estaban hablando en una lista gigante de lenguajes de todo el mundo.

Toda esa parafernalia divina, de estruendos y vientos recios y fuego que arde, para que el grupo de cristianos y cristianas comenzaran a hablar en idiomas ajenos a los suyos propios. Y tal vez esa sea una de las enseñanzas más importantes de ese pentecostés. La gran gloria de Dios ocurre en nosotros con todo lo que eso pueda representar, para que aprendamos a hablar en el idioma de los otros, para que aprendamos a decir, contar, hablar de Dios, no desde nuestras propias posibilidades lingüísticas, ideosincráticas y culturales, sino desde y para el otro en sus propios contextos comunicativos, relacionales e identitarios.

Pentecostés también nos recuerda una y otra y otra vez, que lo más importante en medio de nuestras realidades, en medio de nuestra espera del cumplimiento divino de todas las cosas, en nuestra oración constante por que se multiplique la esperanza de nuestra fe, es que estemos unánimes juntos, en el día a día de nuestro partir y compartir constante del pan, en nuestras conversaciones recordando los cuentos peregrinos que Jesús contaba, en nuestro acercamiento de comunidad.

Se cuenta que ese día vino Dios sobre toda carne, tal vez sea importante hablar en el idioma de los otros, no con la mirada puesta en hacerlos objetos de nuestra evangelización, sino para que seamos con ellos sujetos del evangelio, no para colonizar sus mentes y corazones con nuestra idea de lo que es entender y vivir a Dios, sino para complementarnos con ellos y crecer juntos en la edificación de una fe que aprenda a ver a Jesús, a Dios, con la compañía de la diferencia.

Comunicador Social. Escritor. Director general de TeoCotidiana. Esposo de Sara. Papá de Ariel.

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