Abba Padre - Encabezado - Teocotidiana

Abba Padre

He terminado de ver los diez episodios que comprenden la serie “The Last Dance” en Netflix y ha sido como un viaje en el tiempo.

Volver a mis años mozos de la década de los 90s, en la que casi todos llegamos a idolatrar la figura mítica de Michael Jordan, ese semidiós de ébano que dominó las tablas sin piedad, al mismo tiempo que forjaba su leyenda.

Aunque este increíble documental ha aportado mucho material inédito acerca de la trayectoria de MJ desde dentro, realmente no aportó mucho que fuera desconocido para sus fans acerca de su carácter, dotes atléticas y logros.

Aunque claro, disfruté como adolescente todos los puntos épicos que tenía grabados frescos en mi memoria, ahora a mis cuarenta años, pude ver la trayectoria de una de las personalidades que más he admirado desde otra perspectiva. 

Algo que cautivó mi atención y mi imaginación, fue poder apreciar la manera en que el padre de MJ marcó su espíritu competitivo y su obsesión enfermiza por ganar. O sea, siempre había leído en sus declaraciones que la manera en que su padre les educó a él y sus hermanos le marcó para siempre, que su padre era la figura más importante de su vida y que perderlo de forma trágica fue uno de los momentos más difíciles de afrontar, al grado que fue un detonante de su primer conato de retiro.

Y lo que ahora me resulta evidente, aunque antes no lo pude notar, es que MJ en cada juego, en cada oportunidad que la vida le brindaba de competir con alguien, en lo que fuera, buscaba demostrarle a su padre que él era mejor que su hermano mayor, a quien su padre solía elogiar por encima de Mike.

No soy un experto en conducta humana, ni mucho menos. Pero a través de los años he aprendido de la importancia que tienen las figuras paternas y maternas en la vida de sus hijos. 

Recuerdo que, en mis años de seminarista, tuve en mi último año un compañero de cuarto bastante peculiar. En una ocasión tuve un conflicto con él, por no poder ponernos de acuerdo acerca de los aseos que compartíamos, que por nada llegaba a los golpes.

Recuerdo que utilicé una palabra que cualquiera pudiera considerar un insulto insignificante para describirlo, pero que fue una palabra detonante de un arranque de ira y locura por parte de mi compañero. 

No estoy seguro si atribuir al Espíritu Santo o al instinto de autopreservación, la iniciativa de ir a disculparme por haber utilizado un calificativo que evidentemente le había molestado. Aquella iniciativa derivó en una plática profunda acerca de los motivos que llevaron a mi compañero al seminario y las razones por las que la manera en que le llamé le causó tanta molestia.

A muy resumidas cuentas, mi amigo creció en una familia disfuncional, como muchos en México. Su padre constantemente le corregía comparándole con sus hermanos, fustigándole en cada equivocación, recordándole que era un tonto.

Su abuela acostumbraba a llevarle a la iglesia evangélica de la cuadra hasta que, pasando la adolescencia, decidió desligarse de las cosas de la religión y tomar una oferta, trágicamente común entre los jóvenes de estas tierras, de empezar a trabajar para uno de los carteles del crimen organizado.

Comenzó a escalar en la organización, en base al arrojo de atreverse a hacer lo que otros no se atrevían, y pronto le empezaron a delegar trabajos de sicario. Recuerdo que en este punto de la historia su mirada se inflamó para afirmarme que cada que ejecutaba una nueva víctima, él lo veía como si se tratara de su padre, y ya consumada su tarea, sobre el cuerpo inerte espetaba: ¡para que veas que no soy ningún tonto!

Tuvo este intento de salir de ese mundo unos años después, en los cuales llegó al seminario, pero no pudo terminarlo, los vínculos que le ataban a ese mundo terminaron por jalarlo nuevamente.

Repito, no soy experto ni mucho menos en las complejas relaciones humanas y sus derivados. Pero, desde mi personal punto de vista, ambos casos nos hablan de una innegable realidad: el poder que la paternidad, bien o mal ejercida, tiene para dejar huellas permanentes en la vida de los hijos, aún mucho después que los padres estén ausentes.

Hoy que junto con mi esposa nos encontramos criando a una preciosa niña de apenas catorce meses de edad, preocupados no solo por el mundo que se encontrará cuando sea grande, sino por entregarle al mundo una persona formada en un ambiente saludable, meditando acerca de este gran poder y responsabilidad que tenemos los padres sobre nuestros hijos, una cuestión que constantemente ronda nuestra cabeza es acerca de la clase de paternidad que queremos ejercer para dejar en la vida de mi hija las marcas adecuadas.

En América Latina hemos explorado muchos modelos tóxicos que se han perpetuado a fuerza de costumbre. No es poco común que muchos hayamos crecido en ambientes rotos, insalubres emocional e incluso físicamente, que a muchos de nosotros nos han llevado a conjurarnos para que nuestras crías no tengan que pasar lo que nosotros pasamos, en el mejor de los casos.

En muchos otros, solo se ha seguido adelante con la dinámica generacional, que algunos confunden con maldiciones que deben ser rotas en base a hechizos superiores, y no a una realidad fenotípica que necesita ser abordada y corregida desde sus raíces.

Y en ese azaroso camino muchos nos hemos encontrado con la oferta del evangelio, que no es ni mucho menos un salvoconducto inmediato para redimir los errores generacionales. Pero que cuando es explorado a través de la figura de Jesús y su proyección del Dios Padre, a quien vino a revelar, nos ofrece un modelo sanador que muchos necesitamos desesperadamente.

El acercamiento que tengamos a esa figura será fundamental para el desarrollo de nuestra posterior relación con Dios y con nuestro entorno. Por eso, considero de vital importancia que prestemos atención al ejemplo de Jesús y a sus palabras, pues en ellas podemos ver la descripción de un Dios que desea abrazar a sus criaturas, como un padre amoroso, protector, proveedor, cercano, amante, etc.

Jesús estaba muy interesado en revelar a Dios desde una perspectiva poco conocida para el mundo judío. La figura de un padre amoroso, al que se podía acercar sin temor al rechazo.

No podemos permitir que conceptos errados de la paternidad distorsionen nuestra concepción del Padre celestial y estorben nuestra relación con él y con nuestro entorno. La buena o mala teología siempre tendrá implicaciones prácticas.

Si confundimos la paternidad de Dios con autoridad solamente hay poca posibilidad de acceder a la identidad del Padre que revela Jesucristo y mucha posibilidad de que sigamos perpetuando modelos tóxicos en nuestros vástagos.

En lo particular, en nuestro papel como padres, deseamos explorar caminos a través de los cuales podamos proyectar la retroalimentación que obtengamos de nuestra relación con el “Abba” que Jesús vino a revelar. Por eso necesitamos que ese acercamiento sea el más abierto posible, el más sincero y honesto.

Queremos conocer más a Jesús para conocer más al Padre, para que dentro de nuestra imperfección podamos reflejarlo con más nitidez sobre los que crecieron bajo nuestra sombra. Creo que es una alternativa por la que vale la pena apostar.

Willy es Pastor de Misión evangélica Nuevo Hogar en Ensenada, México.

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