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Disciplinar sin golpear

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Comencemos con un caso hipotético. Ellos son una pareja que tiene planes, metas y propósitos juntos; se van a casar. Unas semanas antes de la boda, ella le revela a él que está embarazada. Él está seguro que el niño no es suyo… no puede serlo. Así que toma la decisión de abandonarla y terminar con la ilusión de una vida compartida.

A todos nos suena la historia, especialmente en épocas cercanas a la Navidad. Sin embargo, abstraigámonos por un momento de la narrativa de José y María, y pensemos en qué ocurriría si un caso así (al margen de discusiones sobre milagros) se diera en la actualidad. ¿Cómo actuaría un hombre que se entera que su prometida está embarazada de un niño que no es suyo? Hay muchas opciones: el silencio, seguir adelante con la relación como si no hubiera pasado nada para mantener las apariencias, decirle palabras hirientes e irse en medio del conflicto, exponerla al escarnio público por medio de las redes sociales o quizás una combinación de varias posibilidades.

Pero no se nos pasaría por la cabeza matar a la mujer.

Sería ilegal en la mayoría de nuestros contextos.

No obstante, en la cultura en la que vivían José y María, ese era el destino de una mujer que estuviera atravesando esa situación. Más allá del dolor y la sensación de traición, José decidió dejarla en silencio porque “era un hombre justo” (Mateo 1:19). Su actuar trascendía la legislación de la época. Abandonarla sin hacer un escándalo no simplemente era una forma de conservar su dignidad, sino de preservar la vida de ella.

El abandonar a una mujer embarazada es un acto que tiene interpretaciones distintas de acuerdo al contexto legal, cultural y sociológico en el que se dé. Si hablamos con un joven latinoamericano de la actualidad, diríamos que es lógico, lo comprenderíamos, incluso le aconsejaríamos que guardara las distancias con una persona que lo traicionó de esa forma. Si hablamos con José, quien caminaba por las polvorosas calles de Palestina en el primer siglo, le diríamos que es una cuestión de vida o muerte literalmente. Tenía la vida de María en sus manos.

Esto mismo nos ocurre cuando hablamos de la disciplina de los hijos. Los que somos padres deseamos guiarlos de la mejor forma posible y, sinceramente, no queremos acudir a la violencia para ello. Estamos en contra de golpear. Aunque en la cultura del entorno escuchamos voces que sostienen que los golpes son necesarios o que hay momentos donde es inevitable, cada vez es más creciente el número de profesionales que invitan a un tipo de disciplina basada en el diálogo, en la paciencia, en la bondad y en la responsabilidad. Se trata de ridiculizar esta posición diciendo que eso significa dejar al niño o la niña hacer lo que quieran, pero no es así: lo que se busca es romper el paradigma de asociar la disciplina con violencia, despojándola de la carga de ser una validadora de distintas formas de maltrato (físico, verbal o sicológico).

En nombre de la disciplina se han lastimado a muchas personas.

Para quienes leemos la Biblia, eso nos coloca en una posición compleja. Porque si bien es cierto que deseamos criar a partir del amor y la bondad, encontramos textos, especialmente en Proverbios, donde parecen promoverse los golpes como parte de la disciplina. Para muchos, ese es argumento suficiente. “Ahí lo dice, entonces tenemos que hacerlo”. Otros toman la posición de ser selectivos en su lectura del texto y descartan estos pasajes con argumentos del tipo “esta parte no me gusta, entonces no la miro”. Sin embargo, quisiera proponer otras preguntas: ¿qué hacemos con esos pasajes? ¿Cómo los entendemos? ¿Cuál fue su sentido en su entorno?

Es imposible tocar todos y cada uno de los pasajes en cuestión en un escrito de esta extensión, así que quisiera mencionar uno que está en el centro de la discusión y condensa el punto que queremos tratar:

No dejes de disciplinar al joven,

que de unos cuantos azotes no se morirá.

Dale unos buenos azotes,

y así lo librarás del sepulcro.

Proverbios 23:13-14, NVI

Quizás mi experiencia es similar a la de muchos que crecimos en contextos evangélicos donde se promovía el uso de “la vara de la corrección”, un palo que se utilizaba para dar golpes en momentos de disciplinar. Dentro de las técnicas de uso de la misma se les sugería a los padres que involucraran a los hijos en la decoración de la vara (recuerdo que con mi hermana le pintamos versículos), hablarles antes de golpearlos, dar un número específico de azotes de acuerdo a la falta del niño y, para finalizar el ritual, abrazarlo y recordarle que lo ama. Lindo en el papel, difícil de medir en la práctica.

La forma de lectura de este texto de Proverbios en esa mentalidad se podría resumir de esta forma: “está bien golpear a los muchachos, obviamente no hasta el punto de matarlos. No seamos tan exagerados: ¡nadie se muere por unos cuantos golpes! De hecho, son necesarios para que no terminen desviándose hasta el punto de morirse por su rebeldía”.

Nuestro contexto determina la forma como leemos.

Pero quien escribió este proverbio vivía en un entorno diferente.

Para los judíos, la Toráh era su legislación. Allí estaban escritas todas las estipulaciones de cómo se debía dirigir la sociedad, de qué manera se regulaban las relaciones humanas y cuáles eran las consecuencias del incumplimiento de determinadas leyes. Dentro de esas disposiciones tenemos la descripción de lo que se debía hacer en caso de tener a un hijo rebelde en casa:

 Si un hombre tiene un hijo obstinado y rebelde, que no escucha a su padre ni a su madre, ni los obedece cuando lo disciplinan, su padre y su madre lo llevarán a la puerta de la ciudad y lo presentarán ante los ancianos.  Y dirán los padres a los ancianos: “Este hijo nuestro es obstinado y rebelde, libertino y borracho. No nos obedece”. Entonces todos los hombres de la ciudad lo apedrearán hasta matarlo. Así extirparás el mal que haya en medio de ti. Y todos en Israel lo sabrán, y tendrán temor.

Deuteronomio 21:18-21

¿Cuál era la consecuencia de la rebeldía y la obstinación?

La muerte por apedreamiento.

Más allá de si estamos de acuerdo o no, de si nos parece indicado desde nuestra orilla de la historia, esta legislación inevitablemente nos genera una lectura distinta del pasaje en cuestión en el libro de Proverbios. Porque la muerte no era una hipótesis ni una hipérbole, era una posibilidad. Si un hijo era rebelde, podía sufrir la pena de muerte.

¿Cuál era la forma de impedir que se dirigiera a ese destino? Como dice el mismo libro de Proverbios, por medio de la instrucción de la ley y la sabiduría que de allí se obtenía—que era el trabajo fundamental de los padres según el mismo libro de Deuteronomio en el capítulo 6. ¿Pero qué ocurría si esto no pasaba, si de todas maneras seguía siendo rebelde? ¿Cuál era el último recurso? Los azotes.

Un padre de ese entonces bien podría decir: “prefiero azotar a mi hijo para que no se muera”. ¡Lo quería librar del apedreamiento!

Ahora, ¿has visto un apedreamiento en la plaza pública últimamente? ¿Uno de los puntos de la Escuela Dominical de nuestras iglesias incluye “apedreamiento de niños rebeldes por parte del equipo de diáconos”? Es más, ¿cuántos de nosotros seguiríamos contando la historia si estas leyes todavía estuvieran vigentes? ¿No definen muchos de nuestros comportamientos a lo largo de nuestra vida palabras como desobediencia, obstinación o rebeldía?

Pero aquí estamos. No tenemos temporadas de apedreamiento en las iglesias ni aplicamos este tipo de leyes como las que leímos en Deuteronomio. Quizás sin saberlo, estamos aplicando una postura hermenéutica de discontinuidad, la cual consiste en dejar atrás comportamientos, leyes, pautas y ritos del Antiguo Testamento en virtud de la obra de Cristo y del Evangelio.

Es evidente dentro del Nuevo Testamento que, en la formación de la comunidad de fe, la iglesia, prevalece el principio de que los hijos honren a sus padres y que los obedezcan como un acto de devoción al Señor (Efesios 6:1). Ellos son personas a las que se les invita a ejercer su voluntad y capacidad de decisión en pro de formar vínculos de amor, respeto y dignidad en las relaciones familiares. No son vistos en ningún momento como objetos pasivos sobre los que se descargan la ira, la frustración o sobre los que se imponen sueños e ilusiones, sino que son sujetos, individuos, seres humanos con posibilidad de elegir y a los que se les anima a hacerlo de la mejor manera.

La paternidad involucra la disciplina, el respeto, el amor, la guía, la orientación, el ejemplo, el ánimo, el consuelo, entre tantos otros elementos propios del paso por esta vida. La pregunta que se hacen los seguidores de Jesús, entonces, es: ¿cómo hacerlo? Si la ley de la pena capital para el hijo desobediente ya no es vigente (discontinuidad), pero el principio de honrar y obedecer permanece (continuidad), ¿de qué manera desempeñamos nuestra labor?

Si una jovencita viniera a nosotros para contarnos que su esposo la golpea, le diríamos que lo dejara. ¿Por qué? Porque una relación que utiliza la violencia como medio válido de trato es nociva, tóxica y dañina. Estamos en contra del maltrato. En todas sus expresiones. Solo porque el vínculo relacional entre padres e hijos sea distinto al de dos enamorados no significa que automáticamente el maltrato queda aprobado. Los vínculos relacionales no son validadores de ninguna forma de violencia. Ser padres no nos da el derecho de golpear a nuestros hijos.

La lectura contextual del libro de Proverbios nos invitaría a pensar que, por lógica, el uso de los golpes y azotes también ha claudicado con el desuso de la legislación que los explicaba. Cuando un padre golpeaba a su hijo no esperaba corregirlo, quería salvarlo. Literalmente era una cuestión de vida o muerte. Al no existir ninguna ley que tenga esa implicación en nuestro contexto actual, somos invitados a utilizar nuestra imaginación en una forma redimida, de tal manera que podamos visualizar nuevas posibilidades.

Porque, con frecuencia, golpear es más fácil que dialogar.

De hecho, la violencia sucede cuando se es incapaz de solucionar conflictos.

La disciplina surge del amor. Utilizarla como un mecanismo de imposición, un alimentador del narcisismo, un medio para retribuirle al ego herido o una excusa para perpetuar formas de maltrato, la deforma en su esencia y, en última instancia, le impide cumplir con su objetivo. A muchos hijos en nuestros contextos se les amenaza con la presencia de los padres (“vas a ver cuando llegue tu papá/mamá”), ya que la única forma de vinculación relacional era a través del castigo. Vivimos en un medio en el que, lastimosamente, muchos padres se sienten tranquilos con el hecho de que sus hijos les tengan miedo—el cual se ha confundido con el respeto—, como si fuera normal que una de las relaciones más significativas del ser humano esté basada en la perturbación, no en la seguridad; en la desconfianza, no en la certeza; en el silencio, no en la comunicación; en las amenazas, no en la responsabilidad personal.

Quizás lo primero en lo que deberíamos pensar frente a un episodio de rebelión no debería ser en la dureza del castigo, sino en el estado de la relación. Porque si la única razón de la obediencia es el temor al castigo, los hijos, a medida que van creciendo, idearán formas creativas de evadir o de ocultarse, de tal manera que no practicarán distintas expresiones de la bondad por su naturaleza sino por esquivar resultados indeseados. Y esa es la cuna de la hipocresía.

No pensemos ni por un momento que el no usar golpes va a hacer que la paternidad sea una tarea fácil. No es así. Somos seres limitados e imperfectos que están formando a otros seres limitados e imperfectos. Ambos tenemos errores, desaciertos, fallas, faltas y equivocaciones de todo tipo. Tanto padres como hijos tenemos inevitables tendencias hacia el egoísmo, el orgullo y el individualismo. Nuestras inconsistencias colisionan con frecuencia. Así que es ineludible que el conflicto nos visite.

Lo interesante es que el Evangelio parece sugerirnos un camino diferente para enfrentar esos conflictos, que no involucra ni la evasión ni la violencia. Jesús contó la historia de un padre al cual su hijo le pidió la herencia y se fue lejos de casa (Lucas 15). Esto no solamente era una afrenta contra la familia, sino una manera muy directa en la que le está diciendo a su padre: “quisiera que estuvieras muerto”. ¿Hay un mayor acto de deshonra? ¿Hay algo más irrespetuoso?

El hijo se va, hace de su vida un caos, y después del tiempo decide regresar a casa. Él pensaba que su padre lo iba a tratar como uno de sus siervos. Pero la situación es mucho más preocupante. Según las leyes de Deuteronomio, él merecía ser apedreado. Ya estaba más allá de la contención que unos azotes podrían suponer. El padre lo podía llevar ante los ancianos del pueblo y solicitarles que acabaran con la vida del hijo que había pisoteado el nombre de su familia.

Sin embargo, ¿cómo trató el padre a su hijo?

Corrió hacia él e hizo una fiesta en su honor.

Entonces cabe preguntar: ¿qué hubiera sido más fácil? ¿Golpearlo o abrazarlo? ¿Decirle unas cuantas verdades hirientes o celebrar su retorno? Cuando hablamos de esta historia y pensamos que se trata solamente de nosotros, suponemos que la gracia es fácil para Dios. Tenemos la idea de que no cuesta nada. Pero cuando somos padres, nos damos cuenta de que cuando hemos sido heridos en nuestra dignidad, cuando las cosas no salen como esperábamos o cuando nuestros hijos le dan la espalda a nuestro amor, la reacción más instintiva tiene que ver con golpear, lastimar con palabras o con silencio, darle una buena lección con formas sutiles de maltrato. Incluso así podríamos lavarnos las manos y decir: “yo sí le di sus buenas bofetadas, pero es un rebelde irremediable”.

La gracia es más difícil. Nos encanta recibir el amor incondicional, inmerecido e inagotable de Dios, pero el Evangelio nos invita a que la gracia no sea simplemente nuestra experiencia sino también nuestro lenguaje. Que no se estanque en nosotros, sino que fluya a través nuestro. Lo que vivimos es el discurso más poderoso que le podemos dar a nuestros hijos. De una u otra forma, cuando disciplinamos a partir de la gracia—y no de los golpes—estamos modelando a nuestros hijos cómo se ve una humanidad redimida, estamos manifestando una nueva manera de ser personas.

Dar de gracia lo que recibimos de gracia.

En todo nuestro caminar.

En todas nuestras relaciones.

Incluyendo, por supuesto, la relación con nuestros hijos.

Miguel Pulido está casado con Laura Calderón y es padre de Benjamín. Estudió Teología en el Seminario Bíblico de Colombia e hizo su especialización en Pedagogía en la Universidad Pedagógica Nacional, y actualmente está finalizando su Maestría en Ministerio. Además de su pasión por escribir, trabaja como pastor de jóvenes y con frecuencia es invitado a conferencias, talleres, campamentos y prédicas en diferentes comunidades de fe.

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