One Way street sign beside road far at the mountain during daytime

Fe e ideologías

Otra vez, un tema que habitualmente (y en este último tiempo, con mayor frecuencia) vuelve sobre la mesa de debate: ¿qué relación hay entre las ideologías y la fe? ¿Son compatibles o caminan por senderos distintos? ¿Es posible afirmar una fe y al mismo tiempo una pertenencia ideológica? 

En este vaivén de preguntas, encontramos distintas posiciones. Por un lado, hay quienes sostienen que ninguna ideología puede contener la fe. Aunque dicha aseveración puede ser acertada -como trataremos de demostrar más adelante-, su afirmación no es suficiente. La fe como tal no puede ser clausurada en lecturas particulares, ¿pero puede un/a creyente abstraerse de sus marcos ideológicos al interpretar la fe? ¿Puede alguien decir que defiende una fe sin sesgos de subjetividad? ¿Podemos hablar de fe de manera abstracta, sin querer “contaminarnos” con la inevitabilidad de nuestro lugar particular? Más aún, cuando hablamos de fe, ¿a qué nos referimos? ¿Somos capaces de darle un contenido por fuera de nuestras determinaciones históricas, ideológicas y discursivas? Una cosa es hablar de fe como principio indeterminado y otra muy distinta de la singularidad de nuestro lugar histórico como creyentes al apelar a dicha fe. En muchos debates se suelen confundir ambos elementos, como si tuvieran el mismo estatus dentro del proceso de interpretación, cuando no es así.

Por otro lado, encontramos algunos posicionamientos que tienden a absolutizar la mediación ideológica a la que responden como correlato de la fe, sea a través de la negación como a través de la generalización de su metodología. Dentro del primer caso, es muy común encontrar posiciones neoconservadoras o hasta fundamentalistas que no reconocen ningún tipo de incidencia de lo subjetivo en su relato, y menos aún de alguna visión política. Absolutizan una visión particular de la realidad sin reconocer su sesgo, y más aún, haciéndolo desde una mirada metafísica de lo divino. 

Dentro del segundo grupo, podríamos mencionar algunas posturas dentro de las llamadas “teologías contextuales” que, a pesar de explicitar su lente ideológico, confunden -como lo ha destacado el conocido teólogo brasileño Jung Mo Sung en el caso de ciertas corrientes de teología de la liberación- la utilización de una herramienta metodológica como encuadre de lectura, con un sentido restringido de todo el lenguaje religioso o teológico. En otros términos, lo que se establece como método (y en ese sentido, circunscrito a un conjunto de opciones históricas particulares), termina limitando la reserva de sentido de un discurso teológico a partir del rechazo de otro tipo de mediación o marco discursivo.

Un clásico en torno a estos dilemas es el abordaje de Juan Luis Segundo, quien en una de sus obras fundantes dictamina que una fe sin ideologías está en realidad muerta.1 ¿Qué quiere decir con ello? La fe, para este teólogo, significa la búsqueda de sentido, es decir, el impulso de toda persona y comunidad por responder a las búsquedas existenciales e identitarias más fundamentales. Las respuestas pueden ser diversas. Por ello, para Segundo, la fe no es necesariamente religiosa sino más bien “antropológica”, ya que toda persona busca dar significación a la vida y las cosas que hace. “La fe estructura toda la existencia en torno a una significación determinada”.2

Ahora bien, hablar de “búsqueda de sentido” no nos dice nada con respecto a las opciones concretas que tomamos como seres que ocupamos un espectro limitado de elecciones, conocimientos y vivencias. Esta búsqueda siempre encuentra términos, caminos, palabras, elecciones a partir de las cuales se concretiza como respuesta a indagaciones que se avivan en medio de nuestra convivencia histórica. Esto es lo que Segundo denomina ideología. En sus palabras, “llamaremos ideología a todos los sistemas de medios, naturales o artificiales, en orden a la consecución de un fin. Podríamos decir también […] que es el conjunto sistemático de lo que queremos de manera hipotética, no absoluta; en otras palabras, todo sistema de medios.3

Esta definición nos muestra que las ideologías son siempre un “medio” para dar cuenta de dicha búsqueda de sentido, en un intento por responder a las preguntas que levanta. Estas respuestas pueden ser prácticas sociales, formas de institucionalidad, discursos, marcos teóricos, rituales, símbolos. La fe, entonces, representa la pregunta que despierta formas de atender a lo que falta, al deseo, a la demanda, o simplemente a la necesidad de concebir una realidad que nos excede. Sin estos medios, estas ideologías, la fe quedaría como un interrogante en el aire. 

Ahora bien, la definición de Segundo arroja otro aspecto categórico: las ideologías siempre entran en el campo de lo hipotético, no de lo absoluto. La fe es absoluta, pero no en cuanto respuesta dada y particular sino como búsqueda constante, como capacidad de interrogar la realidad para obtener distintas respuestas según los procesos de transformación en la historia que habitamos. Es decir que lo absoluto de la fe tiene que ver con su condición de confrontación crítica frente a lo dado, incluyendo las propias ideologías que en su momento optamos. De aquí que las ideologías, aunque inevitables para actuar sobre nuestra existencia finita, representan respuestas pasajeras frente a una indagación que no tiene fin.  

Dice Segundo: “La fe no es una ideología, es cierto; pero sólo tiene sentido como fundadora de ideologías”.4 Por ello la fe sin ideología es una fe muerta: porque la fe no puede hacer presencia en nuestra reducida historia sin una mediación ideológica, es decir, sin un marco discursivo, simbólico, institucional, colectivo, relacional, que intente darle una forma concreta, aunque sea transitoria. Dichos recursos nunca dejan de ser subjetivos, sesgados, temporales. Por esta razón, ninguna ideología particular puede asumir el lugar de absoluto desde su condición hipotética, es decir, contingente y contextual. Como resume Segundo,

Si lo que expusimos […] es verdadero, la fe constituye algo absoluto en cuanto es una verdad revelada por Dios, verdad absoluta. Sin embargo, al estar destinada a una función que no es ella misma, aun la verdad revelada y la adhesión a ella en la fe constituyen algo relativo. En otras palabras, lo absoluto en el plan de ese Dios que revela una verdad, no es que esa verdad sea aceptada, sino que sea puesta al servicio de los problemas históricos y de su solución. Ahora bien, esta solución, como ya vimos, está constituida por una ideología, esto es, por un sistema histórico de medios y fines en relación con el problema que se trata. Desde el punto del valor, pues, las ideologías constituyen lo absoluto de una fe funcional y, por ende, relativa a ellas. Pero no por ello dejan las ideologías de ser relativas a las condiciones históricas que las engendran y condicionan. Ninguna solución a un problema histórico puede pretender tener un valor absoluto, si absoluto significa independiente de todo condicionamiento circunstancial.5

Queda claro, entonces, que no podemos hablar de la fe en abstracto. Menos aún de una fe desprovista de ideologías en tanto lugares subjetivos que vamos asumiendo en la medida que dicha fe nos motiva a examinar lo que nos rodea. La manera en que abordemos la fe siempre estará mediada por un marco ideológico particular, en un contexto plagado de opciones, así como personas y grupos. La fe no podrá asumirse sin ese marco, pero nunca perderá su estado de incondicionalidad en tanto búsqueda de sentido siempre abierta y crítica de cualquier particularidad que asume momentáneamente. 

Por ejemplo, si hablamos de “fe cristiana”, lo “cristiano” en tanto determinante siempre estará ceñido por las interpretaciones históricas, dogmáticas, teológicas y políticas que le demos. La “fe” se traduce inevitablemente desde “lo cristiano”, pero precisamente esa relación hace que la fe no quede condicionada a una sola lectura de “lo cristiano”, así como lo cristiano, en tanto discurso particular, se abre a todo tipo de reinterpretaciones gracias a ese ejercicio interpelante de la fe que nunca se acaba, que mantiene la pregunta abierta por lo divino y el creer según los procesos de la historia.

Este debate trae varias consecuencias fundamentales para nuestra práctica como creyentes: 1) aunque la dinámica de nuestra fe trascienda cualquier determinismo, nuestra forma concreta de creer nunca podrá evitar la determinación del lugar delimitado que habitamos; 2) por ende, ningún discurso específico vinculado a la fe puede designarse un lugar de absoluto ya que toda forma concreta ingresa irremediablemente en el campo de lo hipotético y contingente; 3) Si queremos adentrarnos a la relación entre fe e ideología, el punto no está en negar la determinación ideológica sino, en palabras de Segundo, en entender la fe como una “pedagogía”, un “aprender a aprender”, es decir, hacernos de un ejercicio de diálogo y no de un objeto cognitivo que pretendemos des-historizar en nombre de la no-subjetividad, bajo una nominación abstracta de “Dios” o de “lo bíblico”; 4) el aporte político (y democrático, si me permiten) que puede tener la tensión fe-ideología, no reside en encontrar un discurso que se asuma como Bien Supremo para trascender tal disputa, sino mantener dicha relación abierta y en sano conflicto, ya que anular tal litigio conlleva anular el propio lugar de la diversidad. 

Esto último comprende reconocer nuestra particularidad, la necesidad de abrir espacios de encuentro y, finalmente, dar cuenta que el conflicto que deviene a partir de las interpretaciones que entran en juego, no envuelven un problema moral por la existencia de la disputa en sí, sino, por el contrario, constituye un elemento determinante de nuestra existencia, donde la fe siempre se mueve críticamente, desde su indeterminación, impulsándonos desde los lugares transitorios que habitamos, mientras tratamos de caminar al ritmo de las transformaciones que germinan en esta historia plagada de ideologías. 

Negar la existencia de las mediaciones ideológicas puede resultar en todo tipo de fundamentalismos, al pretender licuar los determinismos subjetivos que constituyen cualquier opción. De la misma manera, si reconocemos los sesgos particulares, pero negamos nos resistimos a la disputa de sentido tratando de deslegitimar al adversario, lo que hacemos es bloquear un espacio de conflicto necesario para que, de hecho, tanto la fe como lo teológico y lo propiamente político no pierdan su necesaria profundidad dinámica.

Argentino. Teólogo, Magíster en Antropología Social y Política. Doctor en Ciencias Sociales. Director del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP) Profesor de la Comunidad Teológica Evangélica de Chile.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *