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Qué hay de la deconstrucción

Siempre ha habido personas que se han ido de la iglesia. Siempre ha habido familias díscolas, divisiones. Hace un tiempo eran unos cuantos a los que se podía ignorar, o tachar de infieles y dejar fuera de la vista para que no incomodasen. Pero en los últimos años la cuestión de los «desiglesiados», o «deconstruidos», aquellos que no cuestionan tanto su fe en Cristo como sí la forma de expresión de la iglesia en la actualidad, se ha convertido en una cosa diferente que es muy difícil de categorizar y que resulta cada vez más incómodo de ignorar. La pandemia ha acelerado los procesos y la vida digital en las redes sociales ha abierto centenares de variantes y de posibilidades, juntando comunidades que en otros momentos hubieran estado aisladas. Hay un gran número, cada vez mayor, de personas que se siguen considerando cristianas, o seguidoras de Cristo en diferentes grados (como veremos, es muy difícil categorizar todo esto), pero que se ven incapaces de ser honestos con sus creencias y seguir dentro de la estructura, el orden y el mandato de sus iglesias locales.

Vayamos por partes, porque no es sencillo hablar de esto. Si algo caracteriza lo que está sucediendo en los últimos años en el evangelicalismo mundial es la imposibilidad de ponerle etiquetas. De hecho, muchos creen que esta «deconstrucción» no es siquiera un movimiento. David Hayward, el ilustrador y pensador conocido como Naked Pastor, dice: «No somos un movimiento y no estamos organizados». Lo explica a partir de ciertas críticas que recibe de estar levantando un movimiento para acabar con la iglesia. Él mismo explica que la mayoría de personas en deconstrucción no están en contra de la iglesia, del mismo que «una mujer que deja a un marido abusivo no significa que no crea en el matrimonio». Y ahí es donde reside la primera clave de esta cuestión: mucha gente se está yendo de las iglesias porque estas se han convertido en entornos coercitivos. Hay una diferencia entre una secta y un entorno coercitivo, y esa diferencia es que hay pocos pasos para que un grupo coercitivo se convierta en una secta, y muchas zonas grises. En los testimonios personales de muchas personas que ya no asisten a las congregaciones ni se reúnen con otros grupos adyacentes está el convencimiento de que con ellos se emplearon tácticas coercitivas (quizá, incluso, con buena intención, como suele ser habitual). A algunos les ha llevado años darse cuenta de que sentían un malestar constante junto con la obligación de no salir de allí. Otros dan testimonios de haber estado, a veces desde la infancia, en grupos de origen evangélico abiertamente sectarios. Que un grupo se considere una secta no tiene tanto que ver con esa idealización que se hace, desde el desconocimiento, de gurús carismáticos que llevan a su rebaño al suicidio; a veces no hay llamadas abiertamente destructivas. No siempre son sectas de origen neopentecostal. Esas son las más llamativas y las que siempre suelen salir en los periódicos, pero hay muchos testimonios de grupos sectarios que se encuentran en el otro extremo del espectro denominacional, de las que apenas se tiene noticia por su hermetismo. Salir de esos entornos es casi imprescindible para poder volver a la funcionalidad social, y conlleva un proceso de análisis de qué es lo que uno cree por sí mismo y qué creencia ha sido impuesta y obligada. Este proceso de análisis, de duda, es lo que muchos han llamado «deconstrucción», pero a muchos otros ni siquiera les gusta esta etiqueta.

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Lo que se deconstruye, a menudo, es la enseñanza concreta de la iglesia y su interpretación de las doctrinas bíblicas. La deconstrucción, quizá con otro nombre, es algo común en el entorno protestante, puesto que una de las raíces de la Reforma es la libre interpretación de las Escrituras y el lema Ecclesia reformada et semper reformanda (iglesia reformada y siempre reformándose), y a menudo una lectura libre de la Biblia hace entender a muchos que lo que se predica y se enseña no coincide con lo que se lee. Hay diferentes grados de duda. Hay mucha gente que está en contra de la definición de exevangélico (exvangelical, en inglés) que se expone en la misma página de la Wikipedia: «es un movimiento social de personas que han dejado el evangelicalismo por el ateísmo, el agnosticismo o el cristianismo progresista». Es cierto que hay mucha gente que ha llegado desde la iglesia al ateísmo o el agnosticismo, pero la gran mayoría se encuentran en un terreno intermedio, conservando una parte muy importante de su fe, que no se debería considerar «cristianismo progresista», sobre todo porque el término «progresista», o «progre», es utilizado como insulto, y como una etiqueta aglutinadora y reduccionista que no honra nada a la verdad. Desde los entornos de la iglesia evangélica que ven cómo la gente deja de asistir a sus congregaciones y comienzan a hablar activamente en redes sociales acerca de sus dudas o su descontento, es fácil tildar de «progresista» al otro y desestimar sus dudas. Es un mecanismo de defensa, en cierto modo, para blindar el sistema. Etiquetar y categorizar al otro, al disidente, con sus dudas, es quizá el mejor modo de que esas mismas dudas (muchas veces legítimas) no te alcancen a ti.

De hecho, la propia página de Wikipedia que define el cristianismo progresista (en inglés) es un compendio de los prejuicios que se exponen desde un punto de vista más fundamentalista dentro del cristianismo evangélico contra todos los disidentes. Se acusa de «progresistas» a aquellos que se siguen considerándose cristianos y que «se caracterizan por la disposición a cuestionar la tradición, a aceptar la diversidad humana, por un fuerte énfasis en la justicia social y el cuidado de los pobres y los oprimidos, por una mayordomía del medioambiente de la tierra. Los cristianos progresistas tienen una profunda creencia en la instrucción de “amaros los unos a los otros” (Juan 15:17) dentro de las enseñanzas de Jesucristo». Es curioso que la acusación de parte de la iglesia evangélica más conservadora consista, precisamente, en querer ser más fieles a las enseñanzas centrales del evangelio.

La lucha entre los deconstruídos, o desiglesiados, o progresistas, y las formas más conservadoras y fundamentalistas de la iglesia evangélica está en diferentes puntos ya sea que se centre el debate en lo que está ocurriendo en Estados Unidos (el centro del evangelicalismo) o lo que ocurre en el resto de Occidente (los lugares a donde los misioneros estadounidenses llevaron la iglesia evangélica). En Estados Unidos hay un fuerte componente político en esto que, a estas alturas, ya se considera división. Esa división política también ha afectado al resto de la iglesia protestante occidental, en diferentes grados, pero en muchos lugares de España y Latinoamérica la deconstrucción comenzó mucho antes de que fuera evidente el viraje político de una parte del evangelicalismo hacia la derecha o la ultraderecha política. Es decir: hay un componente político, pero ese no es el origen. La politización de la iglesia es causa de la salida de muchos de dentro de sus filas, sin duda; pero se van, y saben que pueden irse, porque otros se fueron primero.

Aquí es donde necesitamos hacer un poco más de análisis y retrospectiva, y pararnos a pensar. No es fácil saber por qué está ocurriendo, pero se puede analizar el lugar en el que se encuentran muchos de los que están pasando por este proceso o no-movimiento. Los que conozco yo personalmente son personas que, para poder creer y honrar las enseñanzas de Cristo, han tenido que dejar las iglesias donde tuvieron acceso, por primera vez, a esas enseñanzas. Es algo tan profundamente paradójico que no se puede resumir en un sencillo artículo como este. En las iglesias aprendieron quién era Jesús, y lo que decía la Biblia sobre ello. Pero, cuando empezaron a crecer espiritualmente a la imagen del evangelio, recibieron mensajes contradictorios y una imagen de grupo que debían honrar y que no les permitía expresar individualidad, ni dudas. Las dos opciones estaban claras: conformarse a una visión domesticada y reducida del cristianismo, o salir de ese entorno para poder crecer y explorarlo. El proceso hasta tomar la decisión puede haber durado años, en los que se han sufrido diferentes grados de incomodidad, coacción y disonancia interna. Entonces, claro, es obvio que a mucha gente que está en este proceso de «deconstrucción» se le acuse de no querer ir a la iglesia. No es que no quieran ser comunidad, ni reunirse con otros creyentes. Es que, cuando lo haces sin seguir las normas eclesiológicas del evangelicalismo, tampoco lo consideran válido.

Hay gente que no quiere saber nada de ceremonias dominicales ni de cultos; pero hay otros, una gran parte de los que están en el proceso de la deconstrucción, o los progresistas, o desiglesiados, que tienen un anhelo genuino de comunidad. Una gran parte de ellos llega a la conclusión de que iglesia es algo que uno es, no algo a lo que uno va (una creencia básica neotestamentaria). Y supongo que será cuestión de tiempo que estas comunidades más informales, más alejadas de la tradición, vayan tomando forma, y de una forma muy poco articulada, como es propio del momento histórico que estamos viviendo. Muchas de estas personas aprecian las formas más tradicionales del cristianismo (la liturgia de los grupos protestantes históricos, por ejemplo) siempre y cuando esas formas sean consecuencia de la vida espiritual centrada en Jesús y no pretendan imponerse como la expresión única y exclusiva de la espiritualidad individual y comunitaria.

Es obvio que la separación es irremediable. Pero me atrevo a decir algo: el hecho de que tanta gente en deconstrucción siga fascinada por Jesús, por su mensaje, es una muestra de que, al contrario de lo que se intenta decir desde el mainstream religioso, no se trata precisamente de una muerte espiritual. Más bien, parece todo lo contrario. Cuando la gente avanza en este camino de deconstrucción, o como sea que se llame, muchas veces se da cuenta de que su autenticidad, su búsqueda genuina de Dios, provoca curiosidad en los demás, no rechazo. La comunidad informal que hay en línea se convierte en un punto de apoyo para aprender a utilizar el criterio propio y acabar descubriendo que, desde este otro lado, el ejercicio de la fe ya no resulta una obligación, sino una liberación.

Noa Alarcón (Madrid, 1983) es escritora y traductora especializada en teología y ciencias bíblicas. Realizó estudios de Filología Hispánica y Hebrea y trabaja en el equipo de traducción al español de Christianity Today. Lleva desde 2009 publicando artículos de pensamiento teológico en Protestante Digital y Lupa Protestante, entre otros. Desde hace un año tiene una serie de podcasts sobre fe y espiritualidad (La higuera y El Camino).

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