Habrá varias formas en la que podemos responder a este título, algunas de ellas desde un plano metafórico, o bien pensando en qué posición (de poder, participación, consulta, etc.) ocupan los niños y las niñas, ya sea dentro de la comunidad de fe o la sociedad en general. Al iniciar mi escrito con esta pregunta, quisiera que justamente nos cuestionáramos de una manera literal en qué lugar físico y geográfico se encuentran. Para profundizar en ello, traeré a colación dos relatos que en lo personal me trastocan como ser humano, pero que considero han marcado la fe del pueblo cristiano, pues nos detallan la forma en la que se ha preservado la vida de dos personas que en diferentes momentos liberaron al pueblo hebreo de la esclavitud y a la humanidad del pecado.
Ambas historias tienen en común una persecución y matanza de niños por parte de los poderes en turno: el Faraón (Éxodo 1 y 2) y Herodes (Mateo 2). Estos personajes no reaccionaron de esta manera sin ninguna explicación, sus mandatos de asesinar a niños tuvieron como finalidad desvanecer la esperanza de liberación frente a las amenazas de un levantamiento en resistencia de los oprimidos, así como de la profecía que contenía la fe judía con la llegada de un Mesías. Un sistema basado en la muerte que se pone en andanza para eliminar cualquier rastro de esperanza a estos pueblos cansados de la sumisión, la esclavitud física y económica en la que, al menos en los tiempos de Jesús, la religión estaba coludida.
En el relato del libro de Éxodo, Miriam la hermana de Moisés, permanece atenta y sale al rescate para proteger la vida de su hermano, hasta asegurarlo en un lugar donde la espada no pudiera tocarlo. En el Nuevo Testamento, Mateo nos describe cómo José y María huyen, emigran a Egipto para proteger la vida de su pequeño, y luego movilizarse a Nazaret, en donde el pequeño Jesús pudiera crecer sin sentir la amenaza de la muerte. Son historias icónicas a las cuales podemos darle continuidad y saber cómo culminaron con su propósito de alimentar la esperanza de los pueblos oprimidos.
Centroamérica y México entre el 2013 y 2014 vivieron una de las olas más grande de niños y niñas migrantes no acompañados que fueron detenidos por la patrulla fronteriza de Estados Unidos en su intención de huir de la violencia, la pobreza y buscar la reunificación familiar, se calcula en 68,000 la cifra de quienes cruzaron la frontera hacia Estados Unidos y fueron repatriados a sus países de origen entre los meses de octubre de 2013 y septiembre de 2014. Creo necesario hacer énfasis a la palabra “llegaron” pues no se conoce la cifra exacta de quienes en el recorrido no pudieron lograr su cometido porque se encontraron con la muerte, el abandono del grupo, secuestros, el reclutamiento de las maras u otras opciones de vida en el camino hacia la frontera.
Esta realidad no era algo nuevo para los países involucrados, aunque debido al endurecimiento de los controles fronterizos de Estados Unidos y a la baja capacidad de respuesta por parte de los países de origen, la llegada en masa de los niños y niñas, quienes en algunos casos no tenían un familiar de referencia a quién contactar, generó un colapso para las instituciones garantes de la seguridad de derechos de la niñez y la adolescencia debido a la falta de inversión pública y a la corrupción, vulnerando nuevamente la vida de las víctimas.
Durante el 2018 y hasta la actualidad, Centroamérica y México se enfrentan nuevamente a un movimiento migratorio muy fuerte denominado “Caravanas migrantes” cuyo distintivo es la migración por vía terrestre de miles de personas provenientes principalmente del triángulo del norte Centroamericano (Guatemala, El Salvador y Honduras), de las cuales se estima que al menos el 15% de quienes las integran son niños, niñas y adolescentes. Este fenómeno ha existido durante años, sin embargo, es en el 2018 que aumenta en número de personas y en frecuencia; según la Oficina Internacional para las Migraciones (OIM), muchas personas eligen viajar en caravana porque consideran que pueden estar más protegidos contra los delitos migrando en grupos, así como tener mayores facilidades en asistencia de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales y pagar menores costos, pues no tienen que pagar a un “coyote”.
En esta modalidad de migración, los niños y las niñas pueden estar viajando con personas conocidas, solos, o bien junto a sus familias, así como mujeres embarazadas; indistintamente de con quienes viajen, constituyen el grupo más vulnerable ante el peligro de deshidratación y desvanecimiento, a causa de la mala alimentación o las largas caminatas. La Portavoz de UNICEF Marixie Mercado declaró en 2018 que la separación de los niños de sus familias y la detención de inmigrantes son profundamente traumatizantes para los niños y con frecuencia conlleva un impacto a largo plazo en sus vidas, por lo cual han instado a los gobiernos en los diferentes países de paso de la caravana a que busquen alternativas a la detención de inmigrantes en donde mantengas a las familias unidas.
En México las madres y familias de personas desaparecidas se preguntan: ¿Dónde están?, ¿Dónde están? Nuestros hijos ¿dónde están? Según datos oficiales de la Secretaría de Gobernación en su registro histórico desde los años 60’s a diciembre de 2019, un total de 61,637 personas se encuentran desaparecidas, de las cuales 11,072 corresponden a niños, niñas y adolescentes. Estas cifras para los colectivos de familiares en búsqueda no reflejan la gravedad del problema que vive el país, pues son muchas más las personas que no acuden a las autoridades a poner una denuncia por miedo, falta de confianza en las autoridades o por falta de información, por ende, existe un subregistro cuya magnitud es difícil precisar.
Para México el año 2006 supone un antes y un después del fenómeno de la desaparición, pues bajo la presidencia de Felipe Calderón se inicia la “Guerra contra el narcotráfico”, desencadenando la militarización del país y un aumento de la violencia, la corrupción y el abuso de poder, que recayó con más fuerzas en la vida social. A diferencia de lo que se vivió en México en la mal llamada “guerra sucia” (década de los 60’s – 70’s), en donde las desapariciones se cometían con motivos políticos, hoy en día no solo se comete en contra de líderes sociales, activistas políticos o integrantes de grupos insurgentes, sino que se extiende a amplios sectores de la población, incluyendo los niños, niñas y adolescentes. De acuerdo con cifras presentadas por la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) desde el 2006 hasta el mes de abril del año 2018, se contabilizaron 6,614 niñas, niños y adolescentes desaparecidos, de los cuales 1,537 de ellos desaparecieron en la administración de Felipe Calderón (2006-2012) mientras que 4,980 lo hicieron en el periodo de gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018).
Ahora, mientras las familias siguen en su búsqueda constante acompañadas por personas solidarias y organizaciones, estos 11,072 niños y niñas están presentes en sus hogares a través de una fotografía con su nombre, fecha de desaparición, edad al momento de desaparecer y lugar de origen. Esa foto, en muchos de los casos, ha recorrido sin descansar la mayor parte del territorio mexicano a través de movilizaciones ciudadanas iniciadas y lideradas por las propias familias, tales como las caravanas, brigadas -locales, estatales y nacionales- de búsqueda, debido a la falta de respuesta del estado mexicano a sus demandas de justicia, verdad y no repetición, desde los años 60’s hasta la actualidad. Las familias encuentran en sí mismas y en la unión con sus hermanos y hermanas, la esperanza de encontrarles y regresarles a su hogar con o sin vida.
Rebotando un tanto los relatos bíblicos y estos tres golpes humanitarios en la vida de nuestra América Latina durante la última década, buscando el diálogo y la voz de Dios frente a estas realidades que hemos vivido; hay un punto común que se me hace necesario exponer: sigue actuando un sistema de muerte que está arrebatando la vida de las niñas, de los niños y de los adolescentes.
Un sistema que se impone con fuerza, que les está obligando a salir de sus países de origen con una esperanza de protección y de mejora en su calidad de vida para evitar la persecución, reclutamiento y ejecución por parte de las maras, pandillas, crimen organizado y la pobreza. Sin embargo, esto es solo parte de lo que vemos, pues detrás de estos problemas sociales se encuentra la ansiedad de dominar, de despojar al pueblo de sus recursos e incrustarnos a todos dentro de una lógica deshumanizada en donde el capital, colonialista, racista, patriarcal y hegemónico trata de destruir todo a su paso: la tierra, los recursos naturales, las personas y sus sueños.
Pregunto nuevamente, pero ahora seré más específico: Iglesia, ¿dónde están nuestros niños? ¿Dónde están nuestras niñas?
¿Seremos como Miriam y la familia de Jesús, un instrumento para resguardar la vida? O ¿divagaremos en la pasividad de congregarnos, convirtiéndonos en un club de familias privilegiadas que olviden su actuar misionológico?
Como iglesias -desde la inspiración y tradición que tengamos- tenemos una deuda social muy grande, nos hemos olvidado de quienes debíamos pensar primero y hemos guardado silencio. Hemos creído que esos niños a quienes Jesús puso sus manos, les bendijo y abrazó diciendo: “de ellos es el reino de Dios” en Marcos 10:13-16, se limita a un sector privilegiado con una familia tradicional constituida, que puede verse, escuchar, caminar y oler bien y hemos excluido a quienes se desprenden de esta imagen de niñez.
La Iglesia debe mirar hacia afuera, a las familias que rodean el espacio del templo y no atraerlas a ellos sino salir a su encuentro, especialmente hacia aquellos que están en necesidad. Debe ser una Iglesia sin paredes, que sea relevante a los desafíos sociales en Latinoamérica. Enrique Pinedo en su conferencia “La niñez y la misión de la iglesia” menciona que “más de treinta veces, se hace alusión a los huérfanos en la Biblia. La mayoría de estas juntamente con otros dos grupos sociales: las viudas y los extranjeros (que en ciertas versiones bíblicas se traduce como inmigrantes o refugiados). Es tan abundante el despliegue bíblico acerca de estos tres grupos sociales, que la Iglesia debería tomarlos muy en serio en su Misión”.
Son todos los niños y las niñas estos modelos para entrar al Reino de los Cielos (Mateo 18:1-5), a quienes debemos proteger, verles como sujetos y hacerlos partícipes de comunidades abrazadoras en las que se sientan parte importante, donde la esperanza crezca y venza a la muerte.
Valorar a nuestros niños y niñas es resguardar la vida de quienes nos rodean y en especial de quienes sufren, haciéndoles vivir un bienestar integral en donde no solamente se sientan con seguridad, sino que además tengan una comunidad de apoyo frente a las dificultades económicas, emocionales y físicas, así como un espacio en el cual puedan ser niños y niñas partícipes de la casa del Señor, donde no tengan que esconderse ni “hablar bajito” sino que se sientan con las libertades que el mismo Jesús les dio, al ponerles al centro y ser modelos de un reino del cual como adultos debemos aprender a acceder.
Psicólogo nicaragüense, actualmente vive en la Ciudad de México y forma parte del equipo de Promotores Integrales del Centro de Estudios Ecuménicos (CEE) en acompañamiento a colectivos de familiares en búsqueda de sus desaparecidos y docente del Programa Claves de Juventud para Cristo Uruguay.