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El ministerio de las mujeres en el inicio y expansión de la iglesia

Antes de ascender a los cielos y sentarse a la diestra de Dios, Jesús hizo una importante promesa a sus discípulos. Les prometió el envío de “otro consolador” (Jn. 14:16). Este “otro” (allós en contraste con eterós), sería diferente en su accionar, pero a la vez, igual en naturaleza y deidad. El cumplimiento de dicha promesa se encuentra en el libro de los Hechos de los Apóstoles, que es presentada como “la promesa del Padre” (Hch. 1:7 cf. Lc. 24:49).

El sentido de cumplimiento de los eventos acaecidos en el segundo capítulo del libro de los Hechos de los Apóstoles se observa en muchos aspectos. En primer lugar, con la frase circunstancial que abre el capí­tulo: “cuando llegó el día de pentecostés”, kaí ev simplerustai en el original. La palabra simplerustai, compuesta de dos términos, el prefijo sim y el verbo plerustai es un participio pasivo que significa cumplir, llenar, completar, dar cumplimiento, llevar a cabo, terminar. Literalmente habría que traducirla al cumplirse el día de Pentecostés. Esto nos indica que el acontecimiento que se dio lugar en el pentecostés tuvo el carácter de cumplimiento (cf. Lc. 1:57, 2:21 y 9:5).

Asimismo, la fiesta del Pentecostés lleva implícita la idea de clausura, cumplimiento, terminación, pues marcaba la finalización del período de la recolección de la cosecha (Lv. 23:15-22). De acuerdo a Rollof (1984), lo que culmina con la fiesta del Pentecostés es el período de espera y preparación, ya que con este acontecimiento se abre una nueva época. Una época que implica la inauguración del tiempo de la plenitud en el que los discípulos pueden ya considerarse hermanados y redimidos para aguardar únicamente la consuma­ción final, pero viviendo las realidades definitivas que se han manifestado por medio de la resurrección (Boff 1982, 238).

Pentecostés significaría para los discípulos, la pro­mulgación de un nuevo pacto y el inicio de una comunidad de hombres y mujeres redimidos por la fe en Jesús de Nazaret. Esta comunidad luego adoptaría el nombre de ekklesía o iglesia, término que debido a su uso en el Anti­guo Testamento, era entendido por los discípulos como “el verdadero pueblo de Dios que se distanciaba de toda profana­ción e impureza” (Lohfink, 1986, 87). Pedro mismo, cuando defiende la validez de la obra de Dios entre los gentiles ante los judíos cristianos, se refiere a la venida del Espíritu Santo como “el principio” (Hch. 11:15). Es así como se confirma el hecho que todo el todo el proceso de establecimiento, consolidación y crecimiento de la iglesia hasta ese momento, tiene su inicio en la fiesta del Pentecostés.

La comunidad de discípulos ahora llamada iglesia, recibió el mandato de su Señor a predicar las buenas nuevas de salvación hasta lo último de la tierra (Hch. 1:8). Con el afán de cumplir dicho mandato, el cristianismo comenzó a difundirse por la cuenca del mediterráneo. Es así como el cristianismo entra en contacto con el mundo grecorromano y en ese contacto desafía e interpela sus estructuras y modelos de convivencia. Pues en el seno de las comunidades cristianas se rompían las diferencias que separaban a las personas en la sociedad estamental greco-romana y se vivía singular igualdad y fraternidad (Aguirre, 1987, 181).

A pesar que la situación de la mujer en el mundo greco­rromano era bastante más favorable que en el mundo judío, “el derecho romano mantuvo siempre con rigor la exclusión de la mujer en los cargos públicos debido a la ignorancia de su propio sexo” (Aubert, 1976, 78). Es por eso que la iglesia ejerció una singular atrac­ción para las mujeres, ya que en principio, ninguno de sus elementos constitutivos de la comunidad les eran vedados. Por ejemplo, la provisión del Espíritu Santo como una señal del nuevo pacto fue dada en un inicio tanto a hombres como a mujeres. En el capítulo segundo del libro de los Hechos se señala que en día de Pentecostés estaban todos unánimes (v. 1), luego se les aparecieron lenguas repartidas asentándose sobre cada uno de ellos (v. 3). Finalmente, todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas como el Espíritu les daba que hablasen. La identidad de todos y cada uno de los que estaban presentes en el día de Pentecostés y que fueron protagonistas de estos singulares eventos la encontramos en el capítulo primero, corroborando que eran tanto hombres como mujeres (v. 14).

El bautismo en agua considerado como un rito que marcaba la iniciación o entrada “legal” a la comunidad de fe fue también accesible tanto a hombres como a mujeres. A pesar que Pedro en su sermón inaugural (Hch. 2) se refiere a sus oyentes como varones judíos (v. 14), varones israelitas (v. 22) y varones hermanos (v. 29 y 37), entre las tres mil personas que se bautizaron se encontraban también mujeres. Esto lo corrobora el testimonio de la presencia femenina en los capítulos subsiguientes. Además, se constata que cuando los varones se bautizaban junto con todos los de su casa, indudablemente estaban incluidas sus esposas e hijas. Li­dia, una rica mujer comerciante fue bautizada por Pablo luego de haber escuchado la Palabra de Dios (Hch. 16:15).

En la participación de la Santa Cena o comunión, la comunidad de discípulos tampoco hizo distinciones de género. Las exigencias y privilegios de esta ordenanza o sacramento fueron iguales tanto para hombres como para mujeres. Esto puede ser observado cuando apóstol Pablo, exhorta a toda la comu­nidad cristiana en Corinto (hombres y mujeres), por los abusos y desmanes cometidos en la celebración de la comunión (1 Cor. 11:17-24).

Por último y no por ello menos importante, las mujeres al igual que los hombres, fueron capacitadas por el Espíri­tu Santo con dones espirituales. Desde el inicio de la iglesia en el Pentecostés, se observa un especial énfasis de la igualdad genérica en lo que se refiere a los dones espirituales. En una enseñanza posterior, el apóstol Pablo afirma que “cada uno en particular” (1 Cor. 12:11), de aquellos que forman el cuerpo de Cristo, han recibido dones por parte del Espíritu Santo. Estos dones espirituales son capacidades sobrenaturales para ejercer una función dentro de la nueva comunidad. El Espíritu Santo los reparte “como él quiere” (1 Cor. 12:11), no existiendo en ninguna parte del Nuevo Testamento que se requiera de algún requisito para obtenerlo. Tampoco se observa en esa voluntad soberana y perfecta, que exista un criterio racista, clasista o sexista para otorgarlos. No se observa que en las listas donde se encuentran enumerados los dones espirituales, haya una principal para los varones y otra de “dones auxiliares” para las mujeres.

A pesar que en las cuatro listas de dones espirituales, todos los sustantivos son de género masculino plural, no quiere implicarse que solamente los hombres tuvieran dicha prerrogativa, pues los títulos gramaticalmente masculinos fueron utilizados tanto en hombres como en mujeres en forma indistinta en el Nuevo Testamento. Así Ro. 16:1 designa a Febe con la forma gramaticalmente masculina del término griego diakonos y Tito 2,3 utiliza el título gramaticalmente masculino de kalodidaskalos para las mujeres.

En relación con el ministerio profético, Pedro proclama con énfasis que tanto mujeres como hombres podrían ejercerlo (Hch. 2:17). Esto se constata con el hecho que Felipe uno de los siete diáconos de la iglesia de Jerusalén, tenía cuatro hijas profetizas y en Corinto también había mujeres que profetizaban en el culto público (1 Cor. 11:5). Es necesario aclarar que el ministerio profético, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, estaba relacionado con la comunicación al pueblo de un mensaje divino. Según Wood (1983, 64), el profeta es alguien que habla en lugar de Dios. Por lo tanto, más que adivinas del futuro, las profetizas novotestamentarias eran predicadoras de la Palabra de Dios.

Además del ministerio profético, las mujeres ejercían el de la diakonía o servicio. El caso más explícito es el de Febe, reconocida por Pablo como diaconisa de la iglesia de Cencrea (Rom. 16:1). El ministerio desarrollado por esta mujer había sido beneficioso y de gran ayuda para el apóstol Pablo (Hch. 16:2). Por otro lado, el don de misericordia de Tabita, era evidente en el ministerio de servicio (diakonía) a los necesitados de la ciudad de Jope (Hch. 9:36).

Otro ministerio ejercido por mujeres en la iglesia primitiva era el ministerio de enseñanza. Priscila, una judía natural del Ponto (Hch. 18:1), fue una pieza clave para el crecimiento y consolidación de la iglesia primitiva. Esta era una mujer muy conocedora de la Palabra de Dios. En Éfeso demostró su excelencia en la enseñanza cuando tuvo la oportunidad de “exponer más exactamente el camino de Dios” (Hch. 18:26) a Apolos, un hombre poderoso en las Escrituras (Hch. 18:24). La importancia de su liderazgo se observa en que de las siete ocasiones en las que se la menciona junto con su esposo, en cuatro de ellas se le nombra en primer lugar. Además, Priscila siempre es nombrada por su nombre y no por el de su marido, probablemente fue una misionera muy destacada y más conocida que Aquila (Aguirre, 1987, 182).

Otro ministerio fue el de la evangelización, plantación y sostenimiento de iglesias. A través de todo el Nuevo Testamento, se encuentran mujeres que ejercieron la tarea de evangelización y fundación de iglesias. La misma Priscila, colaboró con el apóstol Pablo en la fundación de la iglesia de Corinto (Hch. 18:2). Mientras estuvo con su marido en Efeso, tuvieron una iglesia en su casa (1 Cor. 16:19) y al radicarse definitivamente en Roma, fundaron una iglesia doméstica (Rom. 16:3-5). En la despedida de Pablo en su Epístola a los Romanos, Priscila es nombrada antes que su marido. De este particular y sin deseo de entrar en espe­culaciones, se podría concluir que era Priscila y no su esposo la encargada principal de la iglesia. Ninfas (Col. 4:15) era una mujer que junto con Filemón y Arquipo, era líder de una iglesia en su casa (Aguirre, 1987, 182). Aun­que no hay mucha evidencia, parece que en la casa de Lidia, la primera convertida en Filipos, radicaba una iglesia domés­tica (Aguirre, 1987, 182). Además, el apóstol Pablo menciona a dos mujeres que jugaron un papel muy importante en la formación de la iglesia de Filipo: Evodia y Síntique (Fil. 4:3). Según el apóstol, estas combatieron juntamente (sinethlesan = como atletas) con él., es decir codo a codo, al mismo nivel que él.

Pablo, en la despedida de la Epístola a los Romanos, menciona también a cuatro mujeres: María, Trifena, Trifosa y Pérside, de las cuales dice que “han trabajado, mucho en el Señor” (16:6, 12). El verbo griego que usa koriao (traba­jar, fatigarse), es el mismo que designa el trabajo apostó­lico de los que tienen autoridad en la comunidad (cf. 1 Cor. 16:16, 1 Tes. 5:12) o su propio trabajo apostólico (1 Cor. 15:10, Gal. 4:11, Fil. 2:16 y Col 1:29).

En el mismo capítulo de la mencionada epístola, Pablo menciona a Junias, una mujer que junto con su esposo Andró­nico, son “estimados entre los apóstoles” (v. 7). La traducción que se haga de la partícula griega ev permitirá dos opciones de interpretación. La primera, que esta pareja era estimada por los apóstoles como se observa en la mayoría de las traducciones. En la segunda opción de traducción, la pareja es muy estimada de entre los apóstoles. En la segunda opción de traducción se tiene a una pareja de casados considerados ambos como apóstoles. Esta situación es respaldada por la afirmación de Crisóstomo que un siglo después reconoce los méritos de Junias al ser considerada apóstol, cuando en su comentario sobre Romanos 16 dice: “qué grande era la religión de ésta mujer que fue designada con el nombre de apóstol” (Rooy, 1990, 40).

Lo ante­riormente expuesto permite concluir que la participa­ción de las mujeres en el inicio y expansión de la iglesia fue trascendental para su expansión y consolidación. Las mujeres al igual que los hombres fueron consideradas miembros plenos de la nueva comunidad y gozaron de todos los elementos constitutivos de la misma. La provisión del Espíritu Santo como una señal del nuevo pacto, el bautismo en agua conside­rado como un evento que marcaba la iniciación o entrada “legal” a la comunidad, la participación de la Santa Cena o Comunión, y la capacitación con dones espirituales fueron prerrogativas tanto para hombres como para mujeres en el inicio de la iglesia. La propuesta innovadora que se encon­traba cristalizada en la comunidad de creyentes, fue que los ministerios eran realizados por personas en virtud de los dones espirituales provistos por el Espíritu Santo y no con base en su género. Así pues, en la iglesia primi­tiva, no se marginó ni desperdició el potencial de más de la mitad de sus miembros, esta situación permitió que la sociedad entera de este tiempo, se vea influenciada en forma contundente por los valores del Reino de Dios (Hch. 17:6).


Referencias bibliográficas

  • Aguirre, Rafael. Del movimiento de Jesús, a la iglesia cristiana. Bilbao: Descleee de Brouwer, 1987
  • Aubert, Jean Marie. La mujer: Antifeminismo y Cristianismo. Barcelona: Editorial Herder, 1976.
  • Boff, Leonardo. Iglesia: carisma y poder. Santander: Editorial Sal Terrae. 1982.
  • Lohfink, Gerhard. La iglesia que Jesús quería. Bilbao: Editorial Desclee de Brouwer, 1986.
  • Roloff, Jürgen. Hechos de los apóstoles. Madrid: Ediciones Cristiandad. 1984.
  • Rooy, Sidney. “El rol de la mujer en la historia de la iglesia”, en Encuentro y Diálogo. San José: ASIT. 1990.

Licenciada en Ciencias de la Religión y Teología, Magister en Investigación en Ciencias Sociales, investigadora y docente universitaria.

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