El fracaso de la cruz - Encabezado - Teocotidiana

El fracaso de la cruz y la resurrección progresiva de la iglesia

Levantar banderas llenas de discursos triunfalistas con respecto de la cruz, desde nuestra ubicación espacial y temporal, es un error facilista. La verdad es que las narraciones del evangelio, lejos de nuestra mirada “victoriosa” del sufrimiento de Jesús, dejan notar, tras la muerte del rabino itinerante del primer siglo, un panorama desolador y lleno de decepciones.

Es curioso que la única mención con respecto de la promesa de resucitar del maestro, llega en boca de los perseguidores que creían que los discípulos se robarían el cuerpo para convencer a todo el pueblo del regreso a la vida de su mesías muerto (Mateo 27: 62-63).

José de Arimatea quien era parte del sanedrín y Nicodemo, un reconocido Fariseo, son una muestra de cómo la obra cotidiana de Jesús, que solía hacerse presente en favor de “los de abajo”, de los marginados, de los no-humanos, de los que no pertenecían, de quienes nunca hubiesen imaginado poder hacer parte del reino de un Dios que estaba privatizado por los sistemas nominales, alcanzó las esferas más altas de la religión judía mientras él, Jesús, buscaba llenar de resiliencia a los que habían sido menospreciados. Tanto uno, de quien se dice que era discípulo y quien estuvo presente en la reunión que determinó la sentencia religiosa de la muerte de Jesús (aunque en desacuerdo), como el otro, con quien Jesús había hablado de la necesidad de nacer de nuevo para involucrarse en la naturaleza divina, se hicieron presentes para recibir el cuerpo, llenarlo de la mirra mortuoria y sepultarlo en una cueva (Juan 19: 38 – 41).

A las mujeres Jesús las había reconocido; al nombrarlas les dio existencia, las escuchó y perdonó, las sanó y les brindó soluciones prácticas a sus necesidades diarias, las hizo parte de una comunidad-familia, luego de que fueran rechazadas y humilladas, luego que fueran relegadas. A Jesús poco le importaban los códigos de pureza y honor de su época, él cuestionó los paradigmas y reivindicó el papel de la mujer, la hizo importante para la consolidación del reinado divino.

Muchas mujeres estaban presentes en la muerte de Jesús (Mateo 27: 55), desde lejos veían desgarrarse su cuerpo mientras los perseguidores lo injuriaban y se burlaban de él, desde lejos vivían el dolor en el alma de quienes encontraron en ese pobre condenado, adolorido, traspasado y minimizado Jesús, “Rey de los Judíos”, una luz, un propósito y una casa. Desde lejos también notaron el lamento de muchos de los que estaban presentes que se daban “golpes de pecho” cuando vieron morir a ese profeta del que tanto se había hablado. Un puñado de ellas estaba cerca de la cruz, otras tantas estaban listas, al final, para embalsamar su “cuerpo abyecto”, para rociarlo con el perfume que lo acompañaría en la descomposición, para despedir su carne “partida y repartida” como el pan de la última cena.

Sobre el grupo específico de los once (ya no eran doce, Judas no aguantó la culpa y se suicidó) no se describe gran cosa en el fragmento de tiempo mientras Jesús estaba muerto. Los relatos en los que se narran las historias con respecto de la resurrección de Jesús y cómo la asimilaron los discípulos, son confusos y tienen ciertas diferencias entre uno y otro. Sin embargo, queda claro que a María Magdalena se le encomendó avisar a los que habían estado con él, en especial a Pedro (Mateo 16: 7), que el maestro había regresado a la vida.

Ella llegó hasta donde ellos se estaban lamentando mientras lloraban, a pesar de las buenas noticias “se negaron a creerle”. También se escribe sobre la aparición del resurrecto a otros dos discípulos “por aparte”, que, al igual que María, llevaron las nuevas y “tampoco a ellos les creyeron”. El evangelio dice que, a la postre, él se apareció a los once y les reclamó a todos su incredulidad.

Así, tenemos a un grupo de discípulos, entre ellos los once, que se lamentaba y lloraba la pérdida del maestro, rehusando aceptar que había resucitado. Las mujeres que lo acompañaban desde Galilea (discípulas), siguiendo “desde lejos” (¿Con miedo?) los acontecimientos  de  su  muerte,  unas  cuantas  de  esas mujeres queriendo perfumar el cadáver, unos seguidores entre la élite religiosa- administrativa buscándole sepultura y mirra mortuoria, los acusadores creyendo que el cuerpo lo robarían para simular el cumplimiento de resurrección, el pueblo dándose golpes de pecho porque tal vez habían matado al hijo de Dios, uno que otro soldado romano reconociendo que el muerto parecía ser hijo de Dios, sin dejar de lado la conversación de los discípulos del camino de Emaús donde confiesan: “nosotros esperábamos (pasado) que él fuese el que venía a redimir a Israel” (Lucas 24: 21). Ni los más cercanos ni los más lejanos, entre los que creyeron su mensaje, cantaban victoria por haberse muerto el mesías, la actitud de todos fue de duelo y despedida.

El tiempo en que Jesús estuvo muerto está lleno de una atmósfera de amor y fracaso. Con él se mueren las esperanzas de quienes creían que en él habría redención para los judíos, con él se murió la moral de los marginados que en él encontraron comunidad, con él se murieron los intentos de construir un reino de lo divino por medio del vínculo con el otro que él solía enseñar. Él en su muerte, vino a ser un profeta más, un mesías más, un adalid más, un revolucionario más, que se había topado con la injusta justicia de la realidad política y religiosa de su época. Un maldito, sentenciado a la maldición del madero, muerto en la vergüenza colectiva, levantado como estandarte de dolor y gritos, de tortura y sufrimientos, uno más entre los grandes revoltosos que habían sido sentenciados a morir como ejemplo de lo que le pasa a quienes osan cuestionar a quienes ostentan el poder. Y sin embargo, su comunidad lo acompañó viviendo en el alma el dolor de ver lo que él sufrió en su cuerpo.

La resurrección a diferencia de la muerte, que es un acto realizado a los ojos de todos, es una realidad reservada. Jesús no se presenta vivo ante todos los que lo vieron muriendo, sólo se manifiesta vivo, progresivamente, ante la vista de los suyos, sus seguidores, sus discípulas y discípulos (curiosamente fue primero a las mujeres, Jesús siempre jugando a hacerle el revés a la lógica social). No se presentó resurrecto ante los líderes del sanedrín ni ante los representantes del imperio que legalizaron la sentencia, no se presentó resurrecto ante los soldados que lo custodiaron hasta la cruz o los que se burlaron de él y se repartieron sus ropas, no se presentó vivo ante quienes sin conocerlo, gritaban por la liberación de Barrabás, se presentó vivo ante su familia, ante los suyos.

Creo que hay algo importante por aprender de esta dinámica de “muerte pública y resurrección privada”, y creo que tiene que ver con el ejercicio esencial de las comunidades de  cristianos.  Él  cumplió  completamente  el  acometido  al morirse en el monte de las calaveras.  Tetélestai,  “todo  ha  sido  terminado”  es lo que gritó con las fuerzas que le permitió el dolor, lo había dado todo; hasta la última gota de sí lo había puesto en solidaridad por las personas. Ahora, sería su comunidad, la de los incompletos invitados a las fiestas, la que entregaría todo por mantener vigente su legado, el legado del amor.

Son quienes conforman la familia que se reúne en el abrazo fraterno de la dignidad, los que habrían de narrar el valor de la muerte del maestro en los relatos orales y escritos que conocemos como el nuevo testamento, de interpretarla a la luz de la victoria que hay en entregar la vida por el otro; al final, nada quebrantó el discurso de Jesús, aunque sabía que lo matarían por decir lo que decía y hacer lo que hacía siguió adelante tocando a los intocables, hablándole a los pecadores y los que vivían en las márgenes sociales, reivindicando las personas en su humanidad.

Sin las comunidades que recordaban constantemente al maestro en sus diferentes facetas, en su vida muerte y regreso a la vida, no se podrían haber consolidado las ideas plasmadas en las cartas y en los evangelios. Al resucitar Jesús, resucitaron también las esperanzas de esas comunidades. Es el regreso a la vida lo que permite de nuevo la reunión. Y no sólo el hecho de que volviera a vivir sino que hubiese quienes experimentaran y palparan esa presencia resurrecta; él se presentó primero a las mujeres, luego a 2 de los discípulos, luego a los once y los demás que lo seguían desde Galilea, luego, esos que lo presenciaron tendrían el llamado a llevar esa resurrección “hasta lo último de la tierra”. Resucitaron ellos junto con Jesús y fueron invitados a ser resucitadores, a hacer colectiva y pública una experiencia particular y privada.

Hay  una  enseñanza  invaluable  en  el  aparente  fracaso  de  la  cruz  y  el  proceso  de resurrección de las primeras comunidades. Nosotros hoy crucificamos a Jesús cada vez que desviamos el evangelio de su naturaleza esencial, siempre que rechazamos a los que él recibió y alabamos las actitudes que él confrontó, en cada instante en que ponemos al templo y sus estructuras, como lo hacían los saduceos, y la observación estricta de las escrituras,  como lo hacían los fariseos,  por encima  de las realidades  y necesidades sociales, lo clavamos en el madero maldito.

Esta es una época en que la iglesia necesita reencontrarse con el resucitado, llenarse del amor que a él lo fundamentó y ser vivificada en sus maneras de entender el mundo (prefiero decir los mundos, en plural). Es tiempo de caminar con él hasta el calvario, clavar en su cruz nuestra falta de solidaridad y empatía, morir con él y resucitar con él, que su vuelta a la vida crezca progresivamente entre nosotros los que lo hemos seguido, para que seamos resucitadores de ese amor en medio de una sociedad que aún lo reconoce, tal vez por nuestra propia culpa, muerto.

Comunicador Social. Escritor. Director general de TeoCotidiana. Esposo de Sara. Papá de Ariel.

1 thought on “El fracaso de la cruz y la resurrección progresiva de la iglesia

  1. Cada vez que conocemos la realidad de JESÚS me golpea el alma al entender que aún sabiendo todo lo que le ocurriría seguía asía adelante como el peor de los tercos

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