man looking at the skies

Una carta-dedicatoria filosófica para Dios: la teología de René Descartes

La primera parte las Meditaciones Metafísicas puede ser considerada como una carta-dedicatoria, compuesta por siete párrafos en la edición latina.1 En el primer párrafo se expresa el deseo de conseguir cierto patronazgo intelectual, ¿tal vez también eclesiástico, en vista de las personas a las cuales se dirige el autor, es decir, dado que es remitida a los teólogos de la Sorbona? Sin duda, pero, sobre todo, lo que más resalta es su declaración:

Siempre estimé que dos cuestiones, Dios y el alma, eran las que principalmente requieren ser demostradas, más por razones de filosofía que de teología, puesto que a nosotros los fieles nos basta la fe para creer que hay un Dios y que el alma humana no muere con el cuerpo… (traducción propia).2

La existencia de Dios y la existencia eterna del alma humana constituyen el objeto de las Meditaciones. Asimismo, Descartes, siguiendo el uso de los buenos geómetras, pretende dar una demostración sobre ambas incógnitas.

El mundo como manifestación divina

Desde los tiempos de Jenófanes de Colofón, la existencia de los dioses se ha puesto en tela de juicio (DK B 11-12, B 15-16 y B 23). La metafísica griega llegaría a construir no sólo una prueba de su existencia, sino todo un edificio de predicados sobre su dios a partir de lo que Varrón llamará theologia naturalis (Agustin, Civitate Dei, VIII, 1). Este concepto se presenta en la tradición occidental como la demostración por excelencia de la existencia de Dios escrita “a gritos” en el liber mundi.

En el fondo, la teología natural opera por medio del argumento de causa eficiente última, que se presenta como la línea ininterrumpida de causas, llevada hasta su nacimiento. A ella apela Descartes cuando habla de la ratio naturalis. Por otro lado, la inmortalidad del alma fue puesta en entredicho por el renacimiento del espíritu pirrónico en los escritos de François de la Mothe le Vayer y, posteriormente, Pierre Charron,3 así como por los escépticos, quienes, en su orgía de negación de la realidad objetiva cuestionaban el mismo proceso objetivo de conocimiento, sumergiéndose en un subjetivismo radical, rechazando incluso la posibilidad de cualquier realidad objetiva verdadera, diferente y autónoma de la tiranía del yo subjetivo.

A tal tiranía ya se había rebelado el platonismo medio, invocando en su ayuda a las doctrinas platónicas “puras”, Agustín hará algo parecido en su obra contra academicos, invocando la presencia incontestable de la contradicción esencial del escéptico: no se puede dudar de que se duda y, en la duda, yace la fecunda semilla del pensamiento autónomo (Contra Academicos, III, 11, 24-26). Leamos lo que dice en este mismo espíritu y de forma más breve en su De Civitate Dei (X, 10,14):

Si duda, vive; si duda, recuerda que duda; si duda, entiende que duda; si duda, quiere estar cierto; si duda, piensa; si duda, sabe que no sabe; si duda, juzga que no debe dar ligeramente su consentimiento. Quien duda, pues, sea de lo que fuere, no puede dudar de todas estas cosas, las cuales, si faltasen, no sería posible ni la misma duda; y aún en la misma obra (XI, 26): ¿Y si te engañas? Pues si me engaño existo (Si enim fallor, sum). El que no existe no puede engañarse y, por eso, si me engaño existo (traducción propia).

Este texto agustino constituye la referencia conceptual más importante para Descartes.

A todos estos escépticos opone Descartes la autoridad de las escrituras cristianas. ¿Cuál es la razón de la auctoritas de la biblia? Su origen. Porque ella viene de Dios, quien concede el regalo de la fe, con la cual se puede creer tanto en su palabra como en su existencia. Su argumento no es de autoridad per se, sino de la autoridad de la razón: para aceptar un argumento, que deviene por la audición o por la visión, que sea ateo o fideísta, que trate sobre la existencia de Dios o su ausencia, se necesita fe. En este punto descubrimos en Descartes a un agustino como nunca lo hubiésemos sospechado. Él mismo le sale al paso a las posibles objeciones de sus detractores, de una manera muy agustina:

No se podría proponer esto a los infieles, quienes (siguiendo a los lógicos) llaman a esto círculo (traducción propia).4

Descartes nota correctamente, y no sin algo de ironía, que ese argumento circular sólo existe en la mente de esos infidelibus que lo refutan. Con frases por el estilo siguiente: “por fe se cree en la biblia, cuya lectura engendra la fe”, o “creo para creer”, se podría explicar la ratio circulare denunciada. Arnauld le echó en cara a Descartes que su planteamiento crítico contra la circularidad de los escépticos también era en sí mismo circular. Le criticó el apoyar su planteamiento, supuestamente claro y diferente, que comienza con el testimonio de la luz sobrenatural de Dios, o la luz natural de la razón humana, para buscar esa misma luz.5

No obstante, por las citas bíblicas que presenta Descartes, podemos inferir que él no busca en las páginas sagradas la fe, sino en el liber mundi. Tanto el texto del libro de la Sabiduría, como la lectura de la carta a los Romanos que cita, reflexionan sobre la existencia indudable de Dios percibida en la creación. Pero más que reflexiones metafísicas son textos que cuestionan al hombre sobre su irresponsable lectura de la teodicea en la cosmología.

Ante estos argumentos cartesianos cabe cuestionarse, ¿acaso la teología natural no es otra cosa más que la suma de la teodicea y la cosmología? Por tanto, el argumento cartesiano no es un pensamiento circular, donde se presupone aquello por lo que se indaga, sino la hermenéutica cosmológica a la cual nos invita la teología natural.

Una captatio benevolentiae

Una vez ha abandonado las disputas sobre escepticismos epistemo-ontológicos y su breve discusión sobre la teología natural, Descartes aborda el motivo de su dedicatoria: ofrecer los buenos servicios de su pluma apologética a cambio del revestimiento del apoyo intelectual y la venia eclesiástica de los doctori theologicae de la Sorbona. En otras palabras, ofrece un sutil soborno a la Sorbona.

Pero el delicado chantaje es presentado con una lisonja intelectual. Descartes propone discutir en una dedicatoria el tópico que tuvo en vilo al más alto debate filosófico de la escolástica y el renacimiento aristotélicos: el problema de la defensa racional de la doctrina sobre la inmortalidad del alma. De hecho, este problema será el objeto de sus análisis en la segunda meditación. Allí continuará la exposición de su polémica doctrina sobre la res extensa y res cogitans, iniciada en su Discurso del Método.

Por el momento, Descartes se conforma con anunciar el problema, que une a aquel de la demostración de la existencia de Dios, desde un punto de vista muy común entre humanos, preguntándose: el alma ¿muere con el cuerpo?

El método con el cual dilucidará semejante impresión tan universal no es para nada universal. Se propone extraer los mejores argumentos de la tradición expresados en un orden claro y exacto, para llegar a demostraciones verdaderas; como en geometría. En otras palabras, el método de Descartes es acudir a las autoritas con una mente geométrica. Él, con razón, señala que tal método no es nuevo, no sólo porque se viene aplicando desde Platón, Aristóteles y sus discípulos escolásticos, cristianos, árabes y judíos por igual, sino porque la verdad no es nueva. De ese tamaño es la orgullosa retórica cartesiana. Descartes, con la humildad de un geómetra, afirma que su método consiste en la aplicación de la verdad en sí misma.

Viendo de esta forma el contenido de la dedicatoria, no sorprende los enemigos y los aliados que en ella invoca Descartes. En el bando enemigo, a los pirrónicos y escépticos, antiguos y nuevos, conjurados por las artes de las traducciones impresas renacentistas; todos ellos enemigos declarados de la verdad o, más precisamente, de la posibilidad humana de acceder a cualquier verdad objetiva. Contra ellos arremeterá nuestro antiguo estudiante de la Flèche en su primer meditación.

Con ellos Descartes revela un enemigo más: los aristotélicos anti-escolásticos. Entre ellos, a su mayor exponente: el profesor de la universidad de Padua y experto renacentista en Aristóteles, Pietro Pomponazzi.

Este filósofo no sólo es recordado como infiel hereje, llamado así en el quinto concilio de Letrán, o como aquel que se atrevió a acusar a Tomás de Aquino de malinterpretar y deformar la filosofía de Aristóteles, sino también por recordar que el problema sobre la inmortalidad del alma es teológico y no uno filosófico y, por tanto, apodíctico e irracional. Un asunto de fe más que de filosofía. Precisamente, ante este último oponente Descartes invoca el auxilio de la auctoritas eclesiástica, recordando que en la 8.a sesión del quinto concilio de Letrán, se aconsejaba:

Como quiera, pues, que en nuestros días, con dolor lo confesamos, el sembrador de cizaña, aquel antiguo enemigo del género humano, se haya atrevido a sembrar y fomentar por encima del campo del Señor algunos perniciosísimos errores, que fueron siempre desaprobados por los fieles, señaladamente acerca de la naturaleza del alma racional, a saber: que sea mortal o única en todos los hombres; y algunos, filosofando temerariamente, afirmen que ello es verdad por lo menos según la filosofía; deseosos de poner los oportunos remedios contra semejante peste, con aprobación de este sagrado Concilio, condenamos y reprobamos a todos los que afirman que el alma intelectiva es mortal o única en todos los hombres, y a los que estas cosas pongan en duda, pues ella no sólo es verdaderamente por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano como se contiene en el canon del Papa Clemente V, de feliz recordación, predecesor nuestro, promulgado en el Concilio (general) de Vienne, sino también inmortal y además es multiplicable, se halla multiplicada y tiene que multiplicarse individualmente, conforme a la muchedumbre de los cuerpos en que se infunde… Y como quiera que lo verdadero en modo alguno puede estar en contradicción con lo verdadero, definimos como absolutamente falsa toda aserción contraria a la verdad de la fe iluminada; y con todo rigor prohibimos que sea lícito dogmatizar en otro sentido; y decretamos que todos los que se adhieren a los asertos de tal error, ya que se dedican a sembrar por todas partes las más reprobadas herejías, como detestables y abominables herejes o infieles que tratan de arruinar la fe, deben ser evitados y castigados (DS 738).6

Pomponazzi no se conforma con seguir las ideas de un sarraceno (Averroes), cuestionando las de otro latino y doctor de la Iglesia (Tomás de Aquino), además, formula en su libro De inmortalitate animae, una teoría antropo-ontológica dual: hablar del cuerpo tamquam subjectum, tamquam objectum. Es decir, al hombre como organismo mortal (subjeto), y como ente inmortal (objeto).

Aunque Descartes cita la objeción magisterial sigue un camino parecido al de Pomponazzi: cuestionar la actualidad de la argumentación escolástica, máxime cuando ella cuestiona un hecho evidente a todos: ¿acaso la muerte no demuestra la mortalidad del cuerpo humano?, ¿cómo es posible considerar que lo inmortal del hombre, su alma, es trasmitida en la semilla mortal del cuerpo? Estas preguntas llevarán a Descartes al callejón sin salida en el que se convirtió su propia antropología de la res extensa y la res cogitans.

Descartes rechaza la compleja sutileza aristotélica, diferenciando entre el alma vegetativa, sensitiva y racional (Aristóteles, De anima, 409b-411b). Prefiere sustituirla por el binomio ontológico: anima materialiter y anima spiritualiter. También optará por tomar otro camino al preguntarse, junto con Agustín (De origine anime, I, 5) y Tomás de Aquino (Summa theologicae, I, q. 90; q. 118, a. 1, ad 4.), ¿Dios es creador de cada cuerpo humano o sólo de la semilla de Adán, que perpetuaría de forma mecánica y autónoma la vida material?, Dios ¿sólo es creador directo del alma individual humana?

Pero todas estas preguntas serán abordadas en la segunda meditación. Por lo pronto, Descartes se limita a explicar las bondades de su método, que es claro y exacto como la verdad misma.

La Respuesta a las objeciones como Prólogo

Descartes utiliza el prólogo para presentar de manera muy sucinta, casi como tesis, los fundamentos de la primae Philosophiae que, a su vez, será tanto el fundamento y pilar como la piedra clave de su metafísica, consistente en la existencia autónoma de Dios, y la contingencia del espíritu humano. Que este es el objetivo de su tratado, y que el propósito de su prólogo es hacerlo manifiesto, lo revela el mismo Descartes:

Y ahora, después de haber reconocido los sentimientos de los hombres, voy a comenzar a tratar de Dios y del alma humana junto con toda la filosofía primera (traducción propia).7

Ante tal propuesta, se elevó una objeción que arremete contra la estructura lógica de la expresión de su metafísica: cogito ergo sum. Se la acusa de reducir sólo al pensamiento la forma del ser. Pero sobre esto se extienden el resto de capítulos de sus Meditaciones Metafísicas a las cuales, más adelante le podría dedicar otras páginas de análisis y reflexión.

Lo dicho hasta aquí basta para darle cumplido análisis a la carta-dedicatoria que le escribe nuestro filósofo de la razón razonante al dios de la tradición judeocristiana.

Papá de Immanuel y Tobías, esposo de Biviana, católico y teólogo. Profesor en dos universidades y miembro de varios grupos de investigación.

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